No hay nada que temer cuando uno se arriesga a pensar. ¿Ven lo peligroso que es decir que no debemos tener miedo del arriesgado deporte de la mente? Eso nos pasa por pensar: que enseguida se levantan las paradojas, los acertijos y los laberintos. Pero hoy vale la pena.

Plantearse la cuestión del laicismo es espinoso porque da la impresión de que se refiere solamente a la lucha entre la Iglesia-Mezquita-Sinagoga y el Estado. Pero la cuestión es más fácil de resolver cuando se dice en términos más concretos, y específicamente al hablar de la relación entre espacio público y religión.

De ahí la necesidad de que Ada Colau haga dos pesebres por Navidad. Se toma al pie de la letra el evangelio de san Mateo, sin haberlo leído: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22: 15-21). La alcaldesa coloca un pesebre tradicional cristiano en el Museu Marés, el pesebre de Dios, y uno ecléctico en la plaza política de Sant Jaume, que es el pesebre del César. Así es el laicismo: hay que expulsar a Dios del espacio público, confinarlo a lo privado, e invitar al espacio público a un protagonista que es la democracia. La democracia, la razón, para serlo de veras, tiene que acoger la religión, la fe; y la religión, para no caer en el fundamentalismo, no debe tener miedo de la racionalidad.

El pesebre del César consiste en recuperar las cajas que durante once meses han permanecido bajo la cama o sobre el armario, y que cada familia y cada persona ha guardado a su manera. “Yo hago decorados –dice Paula Bosch, la autora– para el teatro, y mi pesebre lo he planteado como un decorado más de una obra de teatro que es la Navidad.” Para el César, sin duda, la Navidad es una obra de teatro. Pero también hay que dar a Dios lo que es de Dios: en nuestro contexto cultural la navidad es la celebración del nacimiento del Hijo de Dios.

Ha escrito un hombre santo –que todavía vive– que “hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública.”

Dice la autora del pesebre del César que ha “escuchado comentarios de que no hay Virgen ni Niño Jesús, pero creo que nadie tiene tantas Vírgenes en casa como hay en mi Belén. Hay entre ocho y diez pesebres, unos montados, otros entre papel de periódico y burbujas.” “El mío no es un pesebre, ni hebreo, ni católico (…) El mío es un proyecto artístico o una instalación navideña”. Parece confundir la parábola de las vírgenes necias y las prudentes (Mateo 25: 1-13) con la escena del nacimiento de Jesús, donde hay una sola Virgen, que no es necia. Su pesebre se parece más a un escaparate del SEPU, del GERPLEX o del SERVEI ESTACIÓ que a uno normal y corriente.

“De hecho, hay una caja vacía para quien no la celebra, por algún motivo puntual o porque no la quiere celebrar”. Le ocurrió lo mismo a san Pablo en Atenas: “al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: ‘Al Dios desconocido.’ Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar” (Hechos 17: 23). Se le podría decir a Ada Colau, un año más, que “el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.”