Apuras tu gin-tonic y ji ji ja ja con los amigos. De pronto suena Rosalía y alguno se viene arriba. Vas a la cocina y abres el congelador y ves que no, que no queda. Vuelves al salón arrastrando los pies e informas de la nueva situación. "No hay más hielo", en tono dramático. Alguien dice mierda. "Ohh". ¿Piedra, papel o tijera? Silencio que otorga. Nadie quiere bajar. ¿Pido un Glovo? Suelta uno desde el fondo. "Vengaaa", el resto con euforia. Y sus dedos se ponen a trabajar.

La escena que me acabo de inventar podría ser real. ¿O no?

Según alardea la misma empresa de comida a domicilio –sí, la de amarillo– en la categoría de “supermercados”, el hielo “se sitúa en el 'top 3' de los más solicitados durante el verano”. Los otros dos colegas de ranking son el agua y la cerveza. Fresquito, fresquito. Ni los escándalos sobre la precariedad de los riders de Glovo han logrado frenar su expansión: en menos de seis meses ha duplicado el número de ciudades en las que opera. La fiebre de las mochilas amarillas se ha contagiado ya en 200 metrópolis del mundo.

La aplicación del pijales Òscar Pierre ha hecho un smoothie hipster aprovechando las frutas podridas. Ha batido un poco de esa necesidad laboral de personas en paro con el estrés de otros mileuristas que curran más horas de las que deberían. Shake, shake y nos lo presenta embutido en un envoltorio fabuloso, eco-friendly y la mejor de las sonrisas: porque así funcionan las empresas de esta calaña. Pero su éxito no sería posible si no existiera la vagancia de otros que avalara su actividad.

Me imagino a un trabajador de esta aplicación moderna –harto de ir para arriba y para abajo– comprobando su última notificación en la pantalla. “Otra vez hielo”, debe pensar. Y, de nuevo, a pedalear media Barcelona para encontrar un supermercado de los suyos y pillar el dichoso hielito. Colocarlo de forma estratégica para que no se derrita y cruzar los dedos para evitar semáforos en rojo. Objetivo: cumplir con los tiempos y dar un buen servicio.

Mientras, en el piso, se encadenan los chupitos calentorros de tequila, whisky, ron añejo o lo que sea. La canción F*cking Money Man –como una suerte de profecía– se convierte en el himno de la noche. El de la propuesta de Glovo comprueba el móvil dos veces por minuto. “Sí que tardan esos hielos”, se impacienta. Otros ni se acuerdan: van como las cabras.

En los cajones, como símbolo –¿o ya reliquia?– de un tiempo lejano, acumulan polvo las tarjetitas de restaurantes. Ese chino cuyo arroz tres delicias era café para muy cafeteros. Esa pizzería que te regalaba imanes para la nevera. Ese mexicano tan majo que llamaba a la puerta con su buena onda. O el pakistaní que te salvaba las resacas con un durum cargado de salsa de yogur.

Estamos a tiempo de transformar el panorama. Rebobinemos. ¿Piedra, papel o tijera? O dicho de otra forma: ¿quién va a por los putos hielos? Aunque llueva, aunque haga viento o golpe de calor. Aunque dé una pereza terrible. El supermercado de abajo todavía está abierto. ¿Comprobamos?