Pese a las palabras de Ada Colau al respecto, tan vacías como las que se refieren a otros temas, el peatón es en Barcelona el último mono. Los comunes han decidido hundir la industria del automóvil y potenciar la movilidad alternativa de bicicletas y patinetes, pero ese peatón al que tanto aseguran querer y respetar se la sopla de manera notable. Yo diría, incluso, que su manía de caminar se les antoja un pelín reaccionaria, dado que, para ellos, el desplazamiento genuinamente progresista debe hacerse en bicicleta, patinete o skateboard. A este paso, el peatón acabará siendo en esta ciudad un elemento tan sospechoso como lo es en Los Ángeles, donde la policía -¡doy fe!- puede abordarte si paseas por zonas en las que nadie lo hace, pues hay algo sospechoso en tu actitud que puede insinuar que algo turbio tramas caminando por donde todo el mundo se desplaza en un vehículo de ruedas.

Decía el otro día Toni Clapés que, como peatón vocacional, él no se siente amenazado por coches y motos -si tú no te cruzas en su camino, ellos no se meten en el tuyo-, sino por bicicletas, patinetes y demás engendros sostenibles. A mí me pasa exactamente lo mismo. Soy plenamente consciente de que coches, motos, furgonetas, camiones, autobuses y demás contaminan que da gusto, pero todos ellos circulan por su sitio y yo por el mío. Los vehículos que se cuelan donde no deben son, precisamente, las bicicletas y los patinetes: por muchos kilómetros de carril bici que se dibujen, siempre habrá algún ciclista que, pensando exclusivamente en sí mismo y en su conveniencia, se subirá a la acera y empezará a practicar el slalom con los peatones sin que ningún guardia le llame la atención, pues la figura del ciclista luce un halo de santidad en esta ciudad desde los tiempos en que el alcalde era Pasqual Maragall. Yo, que vivo al lado de la rambla de Cataluña y que a veces disfruto haciéndome el desocupado sentándome en un banco del paseo, veo con frecuencia ciclistas que lo recorren tan tranquilos, chafando algunos con especial saña esa señal que hay en el suelo y que prohíbe la circulación rodada y que se pasan por salva la parte los ciclistas y los miembros de la Guardia Urbana que deberían encargarse de que se respetara.

Si se me permite una comparación algo delirante, coches y motos son para mí como el estado de Israel. Sé que lo que hacen no está bien -ensuciar el aire es tan feo como ocupar territorio palestino sin tasa ni vergüenza-, pero a nivel personal, nada tengo que temer de los automóviles ni de los israelitas: ni los primeros se me suben a la acera por la que camino ni los segundos exportan psicópatas religiosos que pongan en peligro mi apacible existencia de ciudadano occidental. De la misma manera que, como decía el difunto Christopher Hitchens, no todos los árabes son terroristas, pero casi todos los terroristas son árabes, los accidentes en las aceras y paseos de Barcelona -que ya ni se reportan, como si fuese reaccionario hacerlo- son siempre gracias a las bicicletas y los patinetes, que siguen envueltos en ese halo de santidad de la era Maragall que no siempre se corresponde con la realidad: de hecho, abundan en esta ciudad los sociópatas sobre dos ruedas dispuestos a abroncar, y hasta a rematar, a quien acaban de atropellar por no haberse apartado a tiempo. La relación del ciclista medio barcelonés con el berlinés, por poner un ejemplo, es muy similar al del okupa local con el londinense. No sé por qué, pero en Barcelona hay más idiotas arrogantes en posesión de una bici que en otras ciudades de Europa.

Tiene razón Clapés: los peatones no tenemos nada que temer de esos automovilistas a los que el Ayuntamiento pretende hacer la vida imposible, pero Dios nos guarde de los angelicales y sostenibles sujetos de la bici y el patinete: lo raro es que no haya surgido un grupo de defensa del peatón que se dedique a derribarlos a bastonazos, una especie de Desokupa de la movilidad más antigua del mundo y menos respetada en esta ciudad en la que impera el despotismo en absoluto ilustrado empeñado en salvar al ciudadano de sí mismo, en la mejor tradición franquista o pujolista, que vienen a ser la misma. Pero de ese despotismo sin ilustración ya hablaremos la semana que viene.