Una de las 102 medidas que ha propuesto el Área Metropolitana de Barcelona es imponer peajes a la entrada de la ciudad. No se proponen para hoy ni para mañana, sino en el horizonte del final de los peajes en las autopistas del entorno: a mediados de la próxima década. El objetivo es doble: disminuir la congestión viaria en los accesos a Barcelona y reducir la contaminación, una de sus peores plagas.

Que los accesos rozan el colapso un día sí y otro también es algo conocido. Pero no es seguro que el mejor modo de combatirlos sea el peaje, entre otros motivos porque los vehículos que entran en la ciudad ya pagan peaje. Para los técnicos de movilidad hay dos tipos de peaje: los que se abonan en barrera (sea al pasar o con sistema de lectura automatizada) y el llamado “peaje en destino”. En este último caso, el conductor no paga por entrar pero lo hace al llegar y aparcar, salvo que tenga un aparcamiento propio. En Barcelona a ese tipo de peaje en destino se le denomina “zona azul”. Se paga por tener el coche en la ciudad.

Por supuesto, se puede imponer un segundo peaje que afecte a quienes residan fuera, siempre que sea sólo al coche o a la moto, porque gravar a furgonetas y camiones afectaría directamente a la actividad económica. Para bien o para mal, una parte de la distribución de mercancías se efectúa hoy por el método “just on time”. Esto significa que los comercios reducen al máximo el espacio de almacén (el metro cuadrado es muy caro en Barcelona) y piden el suministro cuando se produce la demanda. Ese producto se halla diseminado por la ciudad en miles de furgonetas que se mueven por la trama urbana (contaminando cuanto pueden y aumentando la accidentalidad). Una tasa a este tipo de transporte repercutiría en los precios finales.

Lo curioso es que se propongan estas medidas cuando aún no se ha culminado otra que, en principio, contribuiría a reducir el tráfico privado y mejoraría el transporte público: los carriles para vehículos de alta ocupación. Se preveía que hubiera ya uno en la Meridiana que llegara desde la zona del Vallès; otro en la Diagonal y un tercero en la entrada de la Gran Via desde el Llobregat. Un carril así disuade al conductor privado al reducir el espacio que se le ofrece. Una de las leyes de la movilidad dice que el vehículo tiende a ocupar todo el espacio que se le ofrezca. Cuando éste es menor y el tiempo de trayecto aumenta, una parte de los usuarios del coche se inclina por el transporte público. Un transporte público que se vería mejorado por ese mismo carril especial. Siempre que se respetara, claro.

Una de las formas de hacerlo respetar es la sanción de tráfico. En algunas ciudades los autobuses llevan una cámara en la parte frontal que graba a los vehículos que ocupan el carril indebidamente y remiten la imagen a la guardia urbana. Barcelona sopesó hacer lo mismo pero abandonó la idea tras las primeras conversaciones con los sindicatos que sugirieron que si los conductores tenían que realizar una función más debían ser compensados por ello. Era una medida que les hubiera beneficiado directamente, también a los usuarios, y que lamentablemente quedó en nada por la avaricia de unos pocos.

Mientras tanto, el RACC (grupo de presión a favor del motor contaminante) ha pedido que se contemple la posibilidad de que el carril destinado al transporte público sea para los motoristas, que sufren muchos accidentes. La plataforma PTP (Promoción del Transporte Público) ha respondido recordando que la verdadera prioridad es el transporte colectivo y no el individual. Y, como son unos señores, no han querido recordar que el uso incívico de la moto es una verdadera peste en Barcelona: algunos motoristas se han adueñado de las aceras, circulan sin respetar la distancia de seguridad ni la velocidad (principal causa de accidentalidad), emiten gases y ruidos perfectamente innecesarios. Pero como ni en Barcelona ni en Cataluña parece haber gobierno, los muertos se convierten en una cifra más de las estadísticas.