Israel, el gobierno israelí, está vacunando a la población de su territorio, pero no a los palestinos. En Cataluña, la primera vacuna (de las pocas que se han puesto) fue para una mujer llamada Josefa Pérez, de 89 años, vecina de L'Hospitalet de Llobregat, aunque nacida en Galicia. ¡Qué forma de malgastar el producto! Un sector del independentismo catalán ha saltado a la yugular de la consejera de Salud, Alba Vergés, por no haber elegido para esta efeméride a una persona con ocho apellidos catalanes, por lo menos.

Para un sector del independentismo, los residentes en Barcelona y su área metropolitana, sobre todo si se llaman Pérez o García o González, son como los palestinos para los israelíes: gente de segunda, ejército de ocupación, bestias pardas (en el cuidado lenguaje de Quim Torra). Gente que puede vivir en Cataluña si se limita a estar por debajo de los locales, pero en modo alguno debe pretender hacerse con las vacunas ni con buenos puestos de trabajo ni hablar un idioma bárbaro como es el castellano. El idioma de las dictaduras.

Este supremacismo ha estado siempre vivo en Cataluña, pero durante años se mostraba comedido por vergüenza. Y es que hasta hace cuatro días resultaba vergonzoso ser racista y xenófobo en público. Luego, los Junqueras, los Puigdemont, las Gispert y las Borràs empezaron a explicar al mundo que ser catalán era ser demócrata y ser español era formar parte de un estado opresor y asesino, de modo que ya no había motivos para avergonzarse de defender a los catalanes buenos y guapos frente a las razas inferiores que llegaban a Barcelona, Sabadell, Terrassa no para ser explotados en las fábricas, sino para aprovecharse del trabajo de los catalanitos y quedarse con sus vacunas.

El modelo, claro está, es Israel. Para ser precisos: el gobierno israelí de raíz sionista que no duda en oprimir y masacrar a los palestinos. Después de todo, tanto Israel como Cataluña son el pueblo elegido por Dios. Hasta la CUP se inclina ante esa divinidad que señala a Cataluña con su dedo.

Es llamativo que los fanáticos de una supuesta raza catalana no hayan tenido nunca la condena por parte de sus mayores. Ni de los dirigentes políticos ni de sus dirigentes espirituales. El silencio de los políticos se comprende: sacan réditos del extremismo sin tener que mancharse las manos directamente. Otros silencios son más difíciles de entender. Así, la Iglesia católica (término que significa universal), tan predispuesta a acoger en sus salones (ellos les llaman templos) a los independentistas no ha dicho una sola palabra ante la barbarie que se expresa en catalán. Tampoco lo han hecho los meapilas a los que representa Antoni Castellà. Se supone que eran democratacristianos, pero lo de cristianos (en lo que esta fe pueda tener de amor al prójimo) han decidido olvidarlo, ocupados como andan en buscarse un puesto en las listas (cualquier lista) con tal de no tener que trabajar.

Son los viejos carlistas, partidarios del “Dios, Patria, Fueros” convertido hoy en “Dios, Patria, Independencia”. Rurales y reaccionarios frente a la ciudad multicultural y progresista, frente a una Barcelona que si pudieran, borrarían del mapa. Enemigos de la libertad de expresión (salvo para ellos, que se subvencionan generosamente, como a la mujer de Puigdemont) y faltones en las formas y los contenidos. Dispuestos siempre a encontrar un culpable externo. Capaces de decir que la mala gestión de las vacunas en Cataluña es culpa del gobierno central, aunque sea mentira, porque su cristianismo no les supone respetar ni siquiera sus propios mandamientos.

Hace unos años (puede que ahora también) los niños de algunos pueblos tarareaban una canción cuya letra, traducida, dice: “Con la sangre de los castellanos, haremos tinta roja”. Juan Ramón Capella, fino pensador, reflexiona en sus memorias y señala que, cuando era pequeño y lo oía se preguntaba para qué se quería tanta tinta. Ahora ya se sabe: para pintarrajear las sedes de los partidos no independentistas y para señalar a las autoridades que vacunan primero a una mujer que no es de estirpe catalana y, para colmo, vive en Hospitalet, tierra de infieles como el resto de la Barcelona metropolitana.

Un lugar a pasar por las armas, como dice una antigua letra de Els segadors: “Entraron en Barcelona, mil personas forasteras”, personas que van pasando a cuchillo a guardias, virrey, diputados y jueces, antes de liberar a los presos, porque tienen permiso de la autoridad máxima: la Iglesia: “El obispo los bendijo, con la derecha y la izquierda”. Benditos sean ellos y malditos todos los demás.