Pónganse en situación. Estamos en la campaña de Prusia, en 1806. Napoleón acaba de darle una buena paliza al enemigo, que se bate en retirada, y ahora lo persigue para acabar con él. Es la hora de la caballería. Es en ese momento cuando un coronel de húsares, Schwartz, entra en la tienda de campaña de su comandante, el general Lasalle. Se queda de una pieza, y no es para menos. Sorprende al general apuntándose con una pistola en la sien, presto a volarse la cabeza. Pam.

Al disparo acuden más oficiales y algunos húsares de la guardia. Un pistola humea sobre la mesa mientras Schwartz y Lasalle ruedan por el suelo, abrazados el uno al otro. Corren a separarlos y entre todos pueden impedir que el general se degüelle con su alfanje, un arma forjada por Boutet, el famoso armero de Versalles. Sujeto y bien sujeto, desarmado, Lasalle tarda en calmarse lo suficiente como para explicarse. Sobre la mesa encuentran una breve nota manuscrita por Napoleón en persona, no más que un par de líneas. El Corso se queja de que Blücher ha podido escapar porque la brigada de Lasalle no había tomado una determinada encrucijada. Lasalle, enfermo de vergüenza, no ha podido soportar la reprimenda.

Gracias al buen oficio de su paciente edecán y a una botella de buen vino, Lasalle se aviene a continuar con vida hasta el día siguiente. El general, fundador de la Sociedad Alcohólica de París se amorra a la botella con mucha afición, para aliviar tanta pena. Cuando amanece el nuevo día, Lasalle, al frente de su brigada y con una resaca de narices, inicia una de las hazañas bélicas más notables de las guerras napoleónicas. Al frente de 700 húsares, Lasalle atravesará toda Prusia, de sur a norte, desbaratará a la guardia personal del rey de Prusia, a tres regimientos de infantería de línea, capturará a un príncipe prusiano, varios estandartes y, como colofón, rendirá la plaza de Stettin, defendida por 10.000 hombres y casi 200 cañones. Él solito, tal cual.

La historia viene a cuento porque antes se dimitía «comme il faut», «à la Lasalle».

El procedimiento solía ser el siguiente: Uno recibía la visita de dos o tres caballeros de aspecto grave en su despacho, generalmente poco antes o poco después de la cena. Entonces, exponían el motivo de su visita. Hay que evitar el escándalo, no queda otro remedio y tal y cual, dicho sin alzar la voz, con aires de funeral. El último en salir dejaba una pistola bien cebada sobre la mesa antes de decir adiós. El visitado regresaba al comedor. «¿Quiénes eran, querido?», preguntaba la señora de la casa. «Nada, cosas del trabajo.» «Pues ¡vaya hora de ir por las casas!» Al día siguiente, los periódicos traían la noticia de un desgraciado accidente: Fulano de Tal se había levantado la tapa de los sesos sin querer, limpiando una pistola. ¡Qué desgracia! Después del funeral y las condolencias, pelillos a la mar y si te he visto, no me acuerdo.

Las razones de la dimisión tenían (y tienen) que ver con el honor, la fama, el prestigio y cosas por el estilo, aunque entonces se exageraba todo un poco, también hay que decirlo. En general, uno dimite porque a) es responsable de sus actos o b) es responsable de los actos de las personas que tiene a su cargo, y la responsabilidad incluye asumir las consecuencia de esos actos. Por lo tanto, aunque uno no sea culpable del estropicio cometido por un subordinado, sí que es responsable del mismo y tiene que comerse el marrón con patatas, como vulgarmente se dice. Así que presenta su dimisión, «comme il faut». Luego vienen los detalles. Si se acepta o no se acepta la dimisión, si se presenta como irrevocable, si responde a un cargo de conciencia o forma parte de una protesta contra la política de los que están por encima, etcétera, y entonces se valorará todo en su justa medida.

Pero esto, en España, hoy y aquí, es pura fantasía y entelequia.

Un ministro de Defensa alemán dimite con gran vergüenza propia y ajena por (atención) copiar un párrafo en una tesis doctoral sin nombrar al autor de la cita. Palabra de honor que dimitió por eso. Ahora vayan y pregunten por el máster de Cifuentes. No sólo ha ensuciado su propio nombre, fama y prestigio de la manera más tonta e inútil, sino que da sobradas razones para dudar del nombre, fama y prestigio de una universidad y de media docena larga de sus cargos, que parecen cómplices en este feo asunto. Cuando esto escribo, no sé de ninguna dimisión; cuando esto se publique, ya veremos. Pero sólo por el daño que le están haciendo a nuestra universidad tendrían que acumularse las visitas de los señores de aire funesto a la hora de la cena.

Pero, en fin, no se rían mucho, que en todas partes cuecen habas y seguro que alguno de su cuerda está en un trance semejante. Pongamos el caso del señor Salvadó, que manifestó que, ante la duda, la más tetuda servía para consejera de Educación. Menuda gracia le haría a la señora Ponsatí el comentario, por no hablar de otros que dejó ir acerca de la señora de Puigdemont. ¿Creen que el señor Salvadó, pillado en falta, ha dimitido y ha abandonado la vida pública, con el rostro transfigurado por la vergüenza?

No, no, el señor Salvadó no dimitió y sigue tan feliz de diputado y militando en su partido, como si aquí no hubiera pasado nada. A lo que yo añado que, visto el percal, no tendría que haber dimitido. No, ni hablar. Tendría que haber sido cesado, de manera fulminante. Porque una cosa es dimitir y otra, cesar.

El curso deseable de los acontecimientos tanto en un caso como en el otro sería éste: Tan pronto se publica la noticia, se le dejan un par de horas laborables al fulano para que redacte su carta de dimisión y abandone el despacho con cierta dignidad y por propia iniciativa. ¿Que no dimite? ¡Tranquilos! Se convoca enseguida una rueda de prensa anunciando su irrevocable y fulminante cese. Fin del cuento.

Las dimisiones se anuncian, se presentan, y luego se aceptan o se rechazan. Así se consigue mostrar al público que, dimitiendo, todavía conservamos un puntito de honor, incluso algo de valor, en alguna parte. Un puntito, no nos pasemos, que por algo se dimite, aunque una dimisión a tiempo ahorra muchos males.

Pero, ojo, si Fulano de Tal se muestra tal cual es, canalla y sinvergüenza, y no dimite de motu proprio, hay que cesarlo. Especialmente, cuando ha cometido una bellaquería. Puerta y calle, adiós y no vuelvas. Punto. Fin. Si no, quien tiene el poder de cesarlo se convierte, de facto, en un bellaco él mismo, ¿o no? Ahora que me fijo, cuántos latinajos en tan pocas líneas: motu proprio, de facto... Podría añadir «iudex damnatur ubi nocens absolvitur» y quedaría de narices, pero mejor me ahorro la pedantería.

Lástima que aquí no se estile el cese con escarnio, porque buena falta nos haría para poner orden. Consulten a Maquiavelo, si no me creen a mí. Cuando en un Estado reina la corrupción (léase en un sentido amplio y maquiavélico del término), no valen medias tintas. Si a uno se le infecta un miembro, no receta el cura sana, cura sana, culito de rana, sino que echa mano de los antibióticos o, Dios no lo quiera, del bisturí.

También sufre el lenguaje de malos tratos en el asunto de los ceses y las dimisiones.

Se estila mucho decir que (pongamos por caso) Rajoy tendría que pedir la dimisión de Fulano de Tal, si no se dice directamente que Rajoy tendría que dimitirlo. No, no, amigos míos, no. Rajoy no dimite a Fulano de Tal, Rajoy lo cesa y punto. (Si acaso, en privado, discretamente y entre paréntesis, le pide que dimita para evitar males mayores.) Cuando veo a una autoridad decir en voz alta: «He pedido a Fulano de Tal que dimita», salto yo y exclamo: «No, no, ¡ah, no! ¿No ha dimitido todavía? Pues ¿a qué esperas para cesarlo, memo, tú que puedes?».

Pero, ay, ésta es otra de mis batallas perdidas. Ya no quedan húsares con vergüenza ni te visitan unos caballeros con chistera cuando la cena esta en la mesa. Vale, vale, tampoco hay que exigir tanto, pero un poco de pundonor y vergüenza, un ejercicio de responsabilidad... Bueno, ¡no estaría mal tampoco! Sin embargo, y perdonen ustedes la frase, aquí no dimite ni Dios. Otro, con algo más de guasa y gracejo, diría: «Por si no lo sabía, dimitir es un nombre ruso». Sí, ya lo veo, y «cesar» será un verbo romano, y así nos va.

¡Ya decía yo que nos faltaba vocabulario!