Hace un par de semanas nos levantamos con un repentino anuncio que a muchas personas nos alentó la curiosidad y hasta la ilusión. El Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes de Barcelona (también conocido como el Sindicato de Manteros) registró a principios de este mes de julio una marca que estampará y comercializará a través de todo tipo de prendas y complementos adquiridos a proveedores, a los que muchos vendedores ambulantes le compran ya el género. El ingenioso nombre elegido para esta marca es “Top Manta”, tal y como se conoce a la venta en la calle de productos sobre una manta. Una denominación que siempre fue caricaturescamente estigmatizante para esta actividad de supervivencia. Sin embargo, el logo representa un cayuco, medio a través del cual buena parte de los vendedores llegaron a España, pero también simboliza una ola, en recuerdo a los compañeros que no lo consiguieron y se quedaron en el mar.

Es un ejercicio casi queer, aprovechando la popularización de una identidad estigmatizante para apropiarse y resignificar el término. Hasta la fecha, esta etiqueta los distanciaba del resto de comerciantes y trabajadores de la venta de productos, todos ellos incluidos en lo que se denomina “cesta de la compra”: ropa, complementos, música, películas, juguetes o adornos. Top Manta ahora tiene la oportunidad de ser un símbolo de resistencia y desborde del campo de lo posible por parte de un colectivo que jamás ha recibido apoyo alguno desde ninguna institución del Estado. Más bien todo lo contrario. Lo habitual es presenciar escenas de carreras de vendedores huyendo de policías en los enclaves más céntricos de la Barcelona, como sucede en casi todas las ciudades europeas. Tampoco han sido nunca muy bien acogidos por el resto de comerciantes, ni por la ciudadanía en general, que acostumbra a mirarlos, en el mejor de los casos, con condescendencia o paternalismo.

Son innumerables los mitos e hipocresías que sobrevuelan esta actividad: “trabajan para mafias, mueven drogas, son yihadistas, venden cosas ilegales, no pagan impuestos y van al médico, sus mercancías producen problemas de piel o huelen mal…” La realidad, sin embargo, se parece más a redes de apoyo y resistencia ante situaciones de extrema necesidad tras huir de latitudes repletas de guerras, miserias, epidemias y esperanzas de vida que apenas superan los 65 años. Redes de relaciones que adquieren productos a proveedores que pagan su IVA por fabricar réplicas, que elaboran adornos artesanales, graban contenidos audiovisuales en CD que hoy en día mayoritariamente se descargan gratuitamente en Internet, que se levantan muy temprano en pisos por los cuales pagan su renta (sobrevalorada) para pasar su larga jornada laboral, normalmente sin horario,… Hablamos de trabajadores, probablemente los más excluidos de todos, pero trabajadores como los que limpian las calles, diseñan un plan de ordenación urbana o gestionan cuentas bancarias Trabajadores que por su especial vulnerabilidad deberían ser atendidos y, sin embargo, están perseguidos.

Para tratar de superar el problema recurrente de la comercialización de imitaciones, a los vendedores se les ha ocurrido crear una marca para seguir vendiendo los mismos productos, adquiridos a la mismas industrias, evidenciando el peso que tiene esto de las marcas en la significación de las mercancías, un gran invento a la hora de delimitar cuántos y quiénes pueden dedicarse a crear y hacer llegar los productos del trabajo. Nunca han vendido nada que se fabrique ilegalmente, ni que perjudique la salud de nadie y no están dados de alta en la Seguridad Social porque generalmente no les dejan ni trabajar para nadie, ni abrir un negocio, ni residir, siquiera. Su problema de exclusión siempre ha sido la indiferencia y rechazo asignados a las personas de piel negra… u oscura, pobres y extranjeros, mientras tratan de ganarse la vida a vista de todos. No pueden votar (y, por tanto, no tienen derecho a decidir sobre nada), hablan raro, nadie parece tener amigos manteros… o lateros. Hablamos de esos en los que raramente se piensa cuando pensamos en “los vecinos de Barcelona”.

Todos vivimos en y de la ciudad, pero algunos parecen contar menos, o directamente no contar, a la hora de pensarla como un entorno de relaciones sociales que debe tender a la sostenibilidad. Que debe dar la oportunidad de desarrollar la felicidad y el trabajo del potencial humano de la vecindad, entendida en toda su diversidad. Parece evidente que la venta ambulante es una respuesta de supervivencia a la exclusión. En la Barcelona que lleva alrededor de una década incrementando la proporción de población pobre, la resistencia de los vendedores ambulantes de la ciudad es un ejemplo casi heroico, pero también la enésima llamada de atención para pensar en un modelo de ciudad y de sociedad con la capacidad y la habilidad de destinar la riqueza que es capaz de producir en no dejar a nadie atrás. No solo es de justicia social, sino una necesidad colectiva y, lo que es curioso, perfectamente viable y asumible.