Esta semana entra en vigor una nueva etapa en lo referente a las zonas de bajas emisiones: ya no podrán circular por Barcelona y determinadas zonas metropolitanas las furgonetas y camionetas que, por su antigüedad o combustible utilizado, contaminen en exceso. La medida no es nueva y debería haberse aplicado hace más de un año, aunque ha estado provisionalmente congelada debido a la situación económica derivada de la pandemia.

Los primeros aplazamientos estaban relativamente justificados. El primer confinamiento produjo una drástica reducción del tráfico, de modo que la contaminación bajó también de forma notoria. Pero en los últimos meses, los vehículos de motor han vuelto a ocupar las calles hasta prácticamente recuperar las cotas de antes del virus. Se comprende: el transporte público genera miedo, sobre todo a las horas punta, de modo que mucha gente ha vuelto al coche o a la moto. Y con ello se ha vuelto a llenar el aire de derivados del petróleo y de las partículas que produce el roce de los neumáticos al circular, tan dañinas para la salud como los gases. Hoy, una nueva moratoria no puede basarse en los mismos argumentos, de modo que, de momento al menos, las autoridades municipales y metropolitanas parecen decididas a hacer cumplir la ley.

Y de nuevo Troya. Los titulares de estos vehículos se quejan con argumentos comprensibles, pero no aceptables. Cabe que haya algún caso particular en el que un propietario se vea perjudicado, pero permitirle que circule echando veneno al medio ambiente resulta perjudicial para todos. Él incluido.

Una vez más el conflicto lo genera una ley bastante inadecuada. Si en vez de utilizar el criterio de la edad del coche, se hubiera optado por considerar sus emisiones, la situación sería diferente. No habría que cambiar de coche. Bastaría con mantenerlo en condiciones. Hay vehículos antiguos que contaminan mucho menos que otros más nuevos. El problema es que las autoridades no se fían de sus propios métodos de control y han optado por lo más fácil: la matrícula sirve para saber si el automóvil puede o no puede circular. Se supone que todos los vehículos a motor deben pasar la inspección técnica. Se podría haber decidido que aquellos que no la superasen quedaran inmovilizados hasta ser ajustados para reducir sus emisiones. Se podría también haber confiado en que los agentes de la autoridad detectasen e inmovilizasen los vehículos más nocivos. Pero para eso habría que ajustar las plantillas policiales y dotar a sus miembros de los aparatos pertinentes. En vez de eso se ha elegido lo sencillo. Quizás pague algún justo por otros pecadores. Y, dada la situación, no puede ser de otra manera, porque lo que ahora ocurre es que paga toda la comunidad: son todos los ciudadanos los que se tragan la porquería de los vehículos.

Si las autoridades han optado por la vía fácil, también lo han hecho los conductores y las asociaciones de transportistas. Han preferido la queja y  pedir que todo siga igual a proponer soluciones para evitar envenenar a la ciudadanía. Han reaccionado como si sólo ellos tuvieran un problema y los demás no existieran o, de existir, no fuera necesario tenerlos en cuenta.

Es una tendencia general en el presente. El análisis de las medidas que se tengan que tomar (en esto y en otros asuntos) adopta sólo una perspectiva: la propia. Los demás no cuentan. Se ha visto en los procesos de vacunación. Todos los colectivos han afirmado que son el más importante y deben ser los primeros en recibir las vacunas. Es la misma tendencia, sin ir más lejos, de los independentistas: sólo ellos cuentan, a los demás que les den. Triunfa un nuevo credo: el egoísmo más feroz.

Dicen los libros de historia que la edad moderna empieza con un cambio de perspectiva: los historiadores de la cultura hablan del paso del teocentrismo al antropocentrismo. Dios dejó de ser el centro del universo, en favor del hombre. Por hombre se entiende, claro, la especie humana, no cada individuo particular. A juzgar por lo que se ve y se oye, se diría que se ha entrado en otra fase: ya no es el hombre el centro de nada, lo es el individuo. Todo el mundo habla como si fuera el eje en torno al que todo gira; sólo él mismo importa. Cada uno se sabe el ombligo del mundo, con el añadido de que ese ombligo es lo único que debe ser considerado. Pero conviene recordar que la función de los gobiernos es, precisamente, tener en cuenta que hay otros ombligos con, como poco, los mismos derechos. Y quien dice ombligos dice pulmones que necesitan aire limpio y no el altamente contaminado de Barcelona.