Era el año 1989 o 1990, que al paso del tiempo las hojas de calendario forman una masa empastada. Andaba yo tratando de sobrevivir al desencanto en aquella carrera de periodismo, que entonces se llamaba pomposamente Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Barcelona, con pocos ánimos, un empleo de dependiente en una panadería por las tardes y pocas expectativas de llegar a ninguna parte en esa profesión. Entonces me enteré que en el diario El Mundo Deportivo se convocaba un sábado por la mañana unas pruebas para tomar a redactores en prácticas. Era la oportunidad de meter la cabeza en ese mundo rutilante del periodismo en uno de los periódicos más leídos del país. Y allá que me fui, a las oficinas de la calle Tallers.

Éramos unos cuantos, más de los que pensaba, pero con esa soberbia necesaria de la juventud confiaba ciegamente en mi pegada redaccional para llevarme una de las plazas. Nos repartieron unos folios y se nos comunicó en qué consistía la prueba: debíamos redactar un artículo que llevara por título Las Olimpiadas o Barcelona y las Olimpiadas, que ya no recuerdo con absoluta precisión. Sí recuerdo con qué pasión me lancé sobre el folio: redacté una pieza ardorosa en la que me armé de todo mi sentido de aspirante a premio Pulitzer de panadería de barriada: denuncié la absurdidad olímpica de un desembolso en inauguraciones fastuosas, grandes estadios rutilantes y la promoción del deporte de élite competitivo cuando ese dinero se podía invertir mucho mejor en dotar de instalaciones deportivas dignas a muchos barrios de extrarradio y poblaciones pequeñas y apoyar a los pequeños clubes deportivos que tratan con mucho voluntarismo y a veces con centros cochambrosos de que el deporte forme parte de vidas de la ciudadanía más modesta. Nunca me llamaron de El Mundo Deportivo. Después fui aprendiendo algunas cosas y me di cuenta de la monumental metedura de pata.

A 25 años de ese evento maravilloso, extraordinario y exitoso que fueron las Olimpiadas del 92, un escritor al que respeto mucho, Lluís Anton Baulenas, publica Amics per sempre en la editorial Bromera –premio Alzira de novela-. Y cuando todo el mundo espera que llueva confeti, Baulenas lanza una novela cuyo protagonista vive la durísima guerra de Yugoslavia y cuando viaja de vuelta a Barcelona Ferran no entiende nada: en poco más de dos horas de vuelo, sale del infierno balcánico para aterrizar en la euforia olímpica. Y se queda patidifuso porque aquí parece que se esté produciendo una guerra ahí al lado o que a nadie le importe. Baulenas se pregunta algunas cosas que no se planteaba el estomagante CobI: “¿Por qué no actuamos ante aquella barbarie? ¿Por qué no aprovechamos los Juegos y su simbolismo de fraternidad para hacer alguna cosa ante aquella guerra? ¿Por qué fuimos tan pasivos?”.

La novela tiene ese toque Baulenas en que los personajes tienden a ser unos soñadores algo disfuncionales y descalabrados, pero donde el desencanto también muestra un camino. En ese caso se trata de ver cómo ese personaje que llega tocadísimo de los Balcanes se trata de reubicar en una Barcelona empastillada con el nolotil de las Olimpiadas. En momentos de falta de pensamiento crítico, de guillotina para los que dudan y del retorno de la retórica de “estás conmigo o contra mí”, que Baulenas escriba esta brillante y ácida novela sobre la autocomplacencia de los barceloneses con su orgasmo olímpico, es un alivio.

Durante décadas he pensado que aquella mañana en la sala de El Mundo Deportivo había cometido un error garrafal no sumándome a la ola. Ese verano acabé trabajando de vigilante nocturno en un parking. Esta novela de Baulenas, 25 años después, no sé si me hace pensar que tal vez no me equivoqué, pero sí me hace sentir menos solo.