Cuando alguien hace obras en su casa cuenta con que los plazos casi nunca se cumplen. Si no hay un problema con el material lo hay de cualquier otro tipo. Pero, claro, los plazos de reforma de una vivienda son, en general, cortos, lo que no implica que los retrasos se vivan como un incordio y que generen quejas razonables. En las obras públicas, las cosas cambian. Cierto que son de mayor envergadura y, por consiguiente, tienen también mayor duración. Pero en ellas lo de los retrasos en la entrega acostumbra a ser de tal magnitud que muchas veces ni siquiera se apunta la fecha de acabado. Y sin embargo, su incidencia sobre la población es enorme. Y no se puede decir que sean una fuente de alegría para quien la soporta en su vecindad.

Hay una cierta crueldad en la falta de sensibilidad de las autoridades a la hora de programar las obras públicas, lo que se plasma en la indiferencia frente a las molestias que generan y por eso no se procura acortarlas.

En Barcelona, las obras públicas se ven agravadas por dos factores: la alta densidad de la ciudad, que apenas ha dejado un metro cuadrado por ocupar, y los enfrentamientos entre las instituciones. De ahí que haya obras que parezcan pensadas para durar toda la eternidad. La obra, no el resultado.

Algunos ejemplos. El primero, la línea 9 del metro. Más de 20 años de trabajos y no se sabe cuando acabará. El segundo, el complejo de la estación de la Sagrera. Y no van mejor las cosas en la otra punta de la ciudad porque la estación de Sants, que ha estado patas arriba durante años (su entorno lo sigue estando), espera aún que se complete un proyecto que seguramente nunca se hará porque, a estas alturas, es difícil que se construyan allí salas de cine, como apuntaba alguno de los planes previstos.

Hay otras obras que esperan coincidir con el final de los tiempos: la ampliación de las aceras de un tramo de la avenida de Madrid; la solución del problema de carga y descarga en la Gran Vía, carente de chaflanes; el monumento que debía instalarse en la plaza de Cerdà; las conexiones ferroviarias con el puerto y el aeropuerto; el desdoblamiento de la línea férrea de Puigcerdà, aunque sólo fuera hasta La Garriga. Por citar sólo algunas sobre las que hay cierto acuerdo. Porque de la ampliación del aeropuerto ya ni siquiera se habla.

En el centro, Josep Maria Argimon y Xavier Trias, en una visita al Barcelona Health Hub / BHH

En el centro, Josep Maria Argimon y Xavier Trias, en una visita al Barcelona Health Hub / BHH

Como puede apreciarse, hay obras dependientes de todas las administraciones y algunas, de consorcios que parecen más pensados para agudizar las discrepancias que para buscar soluciones.

A veces, las administraciones discuten incluso consigo mismas. Es el caso del consistorio barcelonés, que retiró hace un lustro el tranvía Blau para mejorar sus infraestructuras, y que no sólo sigue sin fecha para su reposición, es que, además, ha sido sustituido por un trenecito turístico de esos que dan aspecto de cutrez a las calles que lo acogen. Es difícil que la mayoría de los barceloneses se suban a ese engendro, pero es que, además, su presencia hace que la ciudad se parezca más a Lloret, capital catalana del turismo de borrachera, que a una ciudad con valores culturales.

Se supone que el Ayuntamiento de Barcelona está contra el turismo adocenado y de masas, de modo que no se comprende que se haya autorizado este trenecillo costero.

Hay una norma que obliga a las empresas que hacen obras públicas a indicar la fecha de inicio y la prevista para la finalización. Pero cuando, como en el caso del tranvía Blau no se ha hecho nada, ni siquiera hay vallas donde poner el letrero que informe a la ciudadanía. De modo que si alguien quiere saber, que vaya a Salamanca.

Se ganaría mucho en la lucha contra la desidia de las instituciones si en cada obra se pudiera, además del escudito de quien la hace (la parte financiera corre siempre a cargo del contribuyente) se pusiera en letras grandes la fecha del final previsto, de modo que se pudieran sacar los colores a los responsables de los retrasos. En el supuesto de que sean capaces de sonrojarse, claro.

El exalcalde Xavier Trias, junto a Jaume Collboni, primer teniente de alcalde, en un encuentro en Ciutat Vella / TWITTER

El exalcalde Xavier Trias, junto a Jaume Collboni, primer teniente de alcalde, en un encuentro en Ciutat Vella / TWITTER

Aunque, si bien se mira, cualquier excusa es buena para promover retrasos y más retrasos. Así se consigue extender la idea liberal (aunque falsa) de que lo público siempre funciona peor que lo privado. Ahora mismo, el Govern parece empeñado en provocar más retrasos en la sanidad pública, de la mano de un tal Josep María Argimon, consejero de Salud y responsable último de que ya no funcionen ni los teléfonos de los CAP. Es, vaya por dios, la misma persona que Xavier Trias elige como principal compañero si finalmente opta a la alcaldía de Barcelona. Si triunfan, toda la ciudad encarará la eternidad. Desde el infierno. Eso sí, privatizado.