A veces me pregunto porque nunca me han pedido mi opinión en las cientos o miles de encuestas electores en mis casi 50 años. Quizás porque es cierto que difícilmente cojo el móvil sí veo un número no identificado. Además, mi número fijo creo que lo tienen pocos o pocos. Y también es cierto que mis horarios en casa son cuanto menos extraños para atender teléfonos.

En el caso de una encuesta presencial es más complejo. Aunque en la calle me paran a diario, antes de coger el metro, admito que siempre tengo prisa. Debo ser el único que no tiene pinta de turista en esa parada, y supongo que parezco presa fácil del encuestador de turno. Por cierto, la mayoría de veces gente simpática y agradable con una paciencia de santo.

Con esas premisas me doy cuenta que formo parte de ese grupo de gente que podríamos denominar “los que nunca respondemos encuestas”. Mi sensación es que somos un colectivo muy grande. Tan grande que puede sorprender que nunca hayamos sido entrevistado en tantos años. Y no por ello voy a criticarlas más o menos.

Supongo de tanto escribir columnas de política me he adaptado a un conocimiento del territorio y sus actores de una forma más profunda que el resto de la población. Por eso, me quedo impávido cuando en alguna encuesta leo que personajes como presidentes o alcaldes son sólo conocidos por el 80 % de la población. Porque entonces ya no me pregunto porque no me preguntan, sino a quién preguntan.

En el caso de Barcelona es aún más grave. Que en una ciudad, pequeña en comparación con las grandes urbes europeas, haya candidatos que apenas son conocidos por el 60% de sus ciudadanos es que algo falla. Algunos casos, como la candidata de la CUP - ni yo sé quien es - , incluso por debajo del 20%. Y eso que puede parecer un detalle es importante en política. Porque quiere decir que la influencia de tener el poder queda en la decisión del voto en los ciudadanos.

Barcelona, como cualquier gran ciudad, tiene la luz puesta en su alcalde y olvida en muchos casos a su oposición. No existe una política de comunicación más allá de perpetuar el líder gobernante. Y eso como función pública sería lícito sino fuera porque es un uso ilegítimo de los recursos de todos con un fin únicamente personal. Es un hecho grave, pero que en casos, como en la actual Barcelona de Ada Colau, se ha convertido en mezquino. Una ciudad crece cuando todas las propuestas tienen el mismo nivel de conocimiento por parte de sus votantes. Sino es así, como aquí sucede, partimos de un vicio electoral que tiene poca cabida en una democracia moderna.

Nunca hemos de olvidar que ser un demócrata no es sólo votar, es también ofrecer las máximas opciones y garantías a todos los que quieren ser votados. Curiosamente algunos nunca respondemos encuestas y otros nunca son citados para hablar en nombre de Barcelona. Al final sólo unos pocos responden y otros pocos se benefician. Y votar, entonces, es más un ejercicio de creencia que de realidad.