Nada es eterno. Ésta es la verdad. El universo mismo tiene fecha de caducidad, o algo parecido. Las obras del hombre perecen, como perecen los hombres y su memoria. De aquí a cien años, ¿qué sabrán de mí? Por eso abrazamos con fuerza la belleza y el éxtasis, que nos aproximan al gozo de la existencia, o buscamos el conocimiento con tanto tesón. La ciencia, el arte, tienen su fundamento en la finitud. Toda la maravilla de la creación brilla más intensamente bajo la perspectiva de una existencia efímera, cuando la vida es lo único que tenemos y tiene un fin.

Digo esto todavía consternado por el incendio que se ha llevado por delante gran parte de la cubierta de la catedral de París. La primera vez la visité de la mano de Víctor Hugo, en una edición decimonónica traducida en un castellano que ya no se estila, pero que tan bien casaba con los clásicos. Fue un verano de libros y cielos azules, precioso. La segunda vez la conocí en persona, el pasado noviembre.

Era yo un pasajero despistado que confundió una estación del metro con otra. Salí a la calle, me la vuelta y ahí estaba, Notre Dame, dándome la bienvenida. En ese mismo instante supe que no iba a enamorarme de París, sino que ya me había enamorado. Cuál no sería mi estupor al saber que se estaba quemando toda. El desastre constata que nada es eterno, como ya he dicho, ni siquiera la memoria de los momentos que pasé contemplándola desde dentro o desde fuera, unos mejores que otros. Algunos de esos instantes fueron un paréntesis de la mayor felicidad en el relato de mi biografía, que tiende, como todas, a ser bastante gris. Y todo eso, ¡puf!, pasó. Pero ahí está lo vivido, que dejó su huella en mí.

Por eso, la estupidez con que muchos han recibido la noticia del desastre me apena al tiempo que me irrita o me asquea, no tengo claro el verbo. He oído comentarios para todos los gustos y no tengo respuesta ante tanta estulticia y barbarie, pero ¿quién la tiene? Ahorraré los detalles a mis queridos, por pacientes, lectores, pues no se lo merecen.

Sólo les diré que el aprecio por el conocimiento, la belleza y el arte es algo que se cultiva, se cuida, se mima, hasta que fructifica y endulza la vida de cada uno. «Cultura» es una palabra muy bien escogida, pues proviene de «cultivar», dicho en latín, y créanme si les cuento que nadie está excluido de este ejercicio, que todos pueden practicarlo. Sólo hay que aplicarse un poco y más pronto que tarde se cobrará el fruto del día. «Carpe diem», decían, de nuevo en latín.

No hace falta adorar a los dioses de antaño para sobrecogerse al pisar el Panteón de Roma, al penetrar en la pirámide de Keops, al contemplar una virgen de Murillo, leer la caligrafía de una poesía taoísta o visitar la mezquita de la Roca, en Jerusalén. Cada uno a su manera y en su tiempo buscaron lo que buscamos todos, perpetuar un instante la belleza y la majestad de una vida. No podemos pedir más, sino apreciar el regalo y celebrarlo mientras podamos.