Según el recuento encargado por el Ajuntament de Barcelona, hay tantas ratas en la ciudad que nos toca a 0,13 de estos roedores per capita. Es un número considerable, si bien queda pendiente de establecer el mapa que distribuya la cuota ratil por zonas y barrios, porque seguro que -llamadme prejuicioso- es menos dueño de su cacho de rata el vecino de Pedralbes que el de Ciutat Vella.

Ahora que hay tanta gente preocupada por los orígenes como reivindicación de su derecho a permanecer en según qué límites fronterizos, las ratas podrían mandarnos a unos cuantos a paseo y fundar el imperio Ratilandia, porque llevan poblando y desarrollándose en toda el área mediterránea desde hace unos cinco o seis millones de años, según Wikipedia. Sin embargo, no les hace ninguna falta, ya que, si dejamos de lado al flautista de Hamelin, no ha habido campaña humana organizada capaz de erradicarlas del entorno urbano. Que se sepa, sólo están exentos de ratas los polos terrestres, pero lo cierto es que allí también está jodido quedarse hasta para los humanos.

A mí las ratas siempre me han resultado simpáticas, seguramente por influencia de la televisión: cuando era chico me encantaban los dibujos animados de Speedy González y me caía muy simpático Jerry, empeñado en hacerle la vida más difícil al pobre gato Tom, víctima del sadismo irredento de los creadores de aquellos pasatiempos infantiles. Sin embargo, las ratas han sido, son y serán para la mayoría de la población occidental (en Oriente y en lugares de África pasan otras cosas bastante distintas) unos animales relacionados con lo sucio, lo inmundo, lo asqueroso.

Asimismo, el término rata se usa con gran frecuencia para definir al humano avaro, sucio, ladino, taimado, de poco fiar o, en el mejor de los casos, reclusivo (como sería el caso de una rata de biblioteca). Y, sí, de estos, lamentablemente, tocan a bastante más por cabeza que de las ratas de alcantarilla. Si no fuera así, si no hubiera tanto político rata, tanto empresario rata, tanto eclesiástico rata, tanto banquero rata, tanto policía rata, en resumen, tanta rata humana suelta alimentándose de las vísceras de otros humanos, de su sangre y de su sudor, todo podría resultar bastante más llevadero en este tránsito entre el parto y la lápida.

A mí, qué quiere que le diga, me resulta más inquietante, nauseabundo y ominoso compartir la existencia con las ratas que, bien vestidas y con aspecto aseado, se pasan la vida en la superficie y hasta se ganan, día sí y día también, un espacio en los medios de comunicación cuando se suben a un estrado, publican sus cuentas de beneficios o son pillados por haber abusado de algún menor.