En estos días se cumplirán 30 años de la proyección de Barcelona al mundo, pues estábamos en vísperas de la inauguración de los Juegos Olímpicos y la ciudad irradiaba alegría y esplendor. Se transformó su estructura urbana, que hizo posible que se acercara al mar, y resplandeciera de nuevo después del ostracismo padecido durante el franquismo.

Los barceloneses lo vivíamos con alegría, hacíamos "nuestros" todos aquellos eventos, y los que no pudimos acudir a la gala inaugural, que fuimos muchos, no nos perdimos la retransmisión televisiva. La cita olímpica hizo posible una metamorfosis de la metrópoli que la transformó en bandera del diseño urbanístico y arquitectónico y la elevó a la categoría de ciudad global.

Pero después de estos 30 años, la Barcelona actual nada tiene que ver con aquella de la que hablamos. Desde que la alcaldesa Ada Colau y la teniente alcalde Janet Sanz invadieron el Ayuntamiento y enarbolaron a dúo el estandarte en defensa del ecologismo, las medidas tomadas no han hecho más que aumentar la contaminación atmosférica y fomentar el enfado de los barceloneses. En realidad solo cuentan con la aprobación de  grupos afines, pues se diría que pretenden cambiar la urbe al más puro estilo de Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio, porque si lo que prometen es una ciudad verde y sostenible, me pregunto yo ¿dónde está el verdor soñado? Los parques y jardines del centro de Barcelona aparecen descuidados, la escasa botánica de las superillas está reseca, las calles sucias, mal olientes y llenas de ratas.

El consistorio anuncia en todas partes que echará los coches de zonas muy transitadas y plantará cuatrocientos árboles para peatonalizar cuatro calles de Barcelona y construir sus tan cacareados ejes verdes, a fin de fomentar el paseo y el relax del vecindario. Pero entonces habrá tal concentración de vehículos atascados en los alrededores, que se acompañarán de un concierto de bocinas sin igual y la gente preferirá quedarse en casa, antes que sumergirse en medio de semejante batalla de ruidos.

Lamentablemente, de aquella Barcelona de hace treinta años ya no nos queda casi nada, y Barcelona, con esta deriva, está sentenciada a muerte. El tejido productivo ha abandonado masivamente la metrópoli, y la juventud emigra por imposibilidad de vivir y trabajar aquí. Desde el momento que se cierran las vías de oxígeno que permiten hacer funcionar los verdaderos motores de la ciudad es una cuestión de tiempo.

Si queremos corregir su rumbo solo hay una solución: cambiar de alcalde.