Me gustaría ser el responsable de una sección de un diario, de una revista o de un medio de cualquier formato que se titulase como este artículo: Morir en Barcelona. Porque siempre observamos lo vivo, pero se nos da peor dirigir nuestra mirada y nuestro interés a lo que se relaciona con la muerte. Y el asunto no deja de ser sorprendente si tenemos en cuenta que la muerte es la única certeza que manejamos mientras vivimos: llegará, seguro, hagamos lo que hagamos antes, para no poder hacer nada después.

Acaso sea esa naturaleza inevitable de la parca lo que impulsa a los humanos a rehuir el contacto visual con ella. Imaginemos que cualquier persona que mirásemos por la calle adquiriera, por el mero hecho de haberle dado esa oportunidad de devolvernos la mirada, un compromiso con nosotros que durase el resto de nuestro tiempo vital. Algo así ocurre con la negra figura de la guadaña: está ahí, detrás de nosotros, desde el día que lanzamos el primer grito, y sólo se despega de nuestro cogote cuando el último aliento va camino de unirse con la totalidad.

Morir, por tanto, no es un verbo fácil de conjugar en primera persona del presente, y poco grato en cualquiera de sus formas futuras. Por eso cada vez más, desde hace unas cuantas décadas, nos hemos dedicado a arrinconar la muerte entre las blancas paredes de una habitación de hospital, lejos de la vista de propios y algo más cercana de la de unas pocas personas extrañas que responden a su responsabilidad como médicos, enfermeros y camilleros.

Si a esto le sumamos lo caro que se ha puesto este rollo de crepar, que sale por un pico (entre tres y siete mil euros lo más sencillito, sin pompas ni alharacas), y los riesgos que se corren aun después de encajonado (se te puede caer el nicho como algunos nidos caen del árbol cuando arrecia tormenta), parece sensato dejar de lado cualquier reflexión sobre morir en una ciudad como Barcelona. Parte del cementerio de Montjuïc se está viniendo abajo por falta de mantenimiento —como se encargó de denunciar en un informe la síndica de greuges, Maria Assumpció Vilà—, a pesar de los enormes beneficios acumulados la empresa (¡pública!) adjudicataria, que rondan los 22 millones de euros en poco más de una década, según fuentes de la oposición municipal. Y como se te ocurra elegir como último descanso alguna parcela privada sabrás que no es mucho más barato un metro cuadrado de camposanto que uno de cualquier piso en el Eixample (y en el primero ni siquiera tienes vistas).

Pese a estos evidentes problemas, los humanos de esta parte del mundo seguimos invirtiendo más dinero en seguros de vida que en seguros de muerte, es decir en la previsión de que cuando llegue ese final ineluctable una compañía a la que habremos ido abonando mensualmente una cuota corra con los gastos del último viaje. Otra señal de que el refranero es sabio cuando dice que el muerto al hoyo y el vivo al bollo: en cuanto saludamos para siempre jamás al finado, volteamos la mirada y seguimos con lo nuestro, no sea cosa que perdamos tiempo y la muerte nos encuentre con la panza vacía y sin haber cambiado el móvil por uno de última generación.