Música avanzada. No sé si esa etiqueta que se le aplica a la electrónica de vanguardia tiene que ver con su público, con el contenido o con ambas. No es mi plaza, eso está claro, aunque a veces me asomo y disfruto, otras me asomo y me aburro, otras me asomo y me angustio. Para todos esos sentimientos hay lugar en el Mira, una apuesta de lo más valiente, arriesgada e interesante para quien tiene un poco de curiosidad o un Instagram que cuidar.

Allí me planté, en Fabra i Coats, el sábado pasado con más ganas de desconectar y pasarlo bien que de ponerme unas gafas de pasta y la mano en el mentón. Desconfío al tiempo que me apasiona todo lo que lleve la etiqueta de vanguardia. La samba en las favelas, las batucadas de los esclavos y el jazz en los clubes de New Orleans también fueron vanguardia y, en general, reconozco que me atrae más la cultura experimental que nace del barro que la que lo hace en pisos grandes de burgueses con tiempo libre para los vacíos existenciales. No digo que todo sea eso en la electrónica, está claro, y pese a mi ignorancia gente como Jon Hopkins, Talabot o Four Tet me hacen sentir cosas, que de eso se trata.

Reconozco que me aburrí soberanamente en muchos ratos del Mira, ansioso como soy de chutarme diversión en vena. Seefeel sonó realmente bien y los vídeos eran evocadores, pero tal linealidad de sonido despertó más de un bostezo, en mí y en los atentos seguidores de las primeras filas. “Le faltan unas capas”, aportaba un avanzado. Yo a veces miraba el Comunio porque en el Girona-Leganés tenía a Pedro Porro y a Óscar Rodríguez y espero que se reconozca como aportación y metáfora a un festival de arte digital.

Lo de Yves Tumor fue otra cosa muy chunga: Un tipo con un sombrero de cowboy y una máscara antigás proyectando en vídeo su propia imagen en blanco y negro mientras pinchaba durante una hora sonidos desagradables. Valiente hay que ser. “Este tío se ha traído los problemas de casa”, me dijo una chica a modo de queja humorística. “¿Qué coño le pasaba?”, me preguntaba otro colega, que añadía un “horrible” a su evaluación. No íbamos bien. Después de veinte minutos de cola en una de las instalaciones artísticas, acabamos rindiéndonos mis amigos y yo. Ni siquiera sabíamos lo que había allí y hacer cola en tiempo de ocio es de las cosas que menos soporto. Reconozco que por la misma razón me perdí las luces bonitas del Adidas Doom, que vi en algún stories de Instagram. Otra instalación en la que sí que entré y me dejó bastante frío. Vídeos con texturas y ruidos viscosos, gifs bonitos, vídeos incomprensibles. Cuando el arte te hace sentir tonto, o es que eres tonto o es que no acaba de ser arte. Que conste que me quedo con la primera opción muchas veces.

Pero la cosa se animó mucho en el escenario pequeño al que pronto bautizamos como “el de pachanga” por el contraste con los aburrimientoso angustias vividos en el escenario principal. Unos tal Borusiade, Ralp, Alessandro Adriani y Joey Rebelle nos hicieron bailar como verdaderos animales. Aquello era una jungla de sonido. Con la suela de zapatilla caliente Christoph de Babalon, Rival Consoles y Avalon Emerson, brutal su sesión, nos acabaron de elevar y hacer vibrar, por dentro y por fuera. Me sabe mal no tener mucho más vocabulario para describir lo que hacían, no sé cuáles son los equivalentes electrónicos al solo de guitarra o batería. Pero entré, joder, entré en su rollo y creo que eso es un poco la electrónica experimental y el arte de vanguardia, como las discotecas pijas de tu adolescencia, a veces entras y a veces te quedas fuera. Reconozco que mi aversión a las drogas no legales me resta puntos en los derechos de admisión. Así es la electrónica: o bostezas, o te angustias, o viajas, o bailas. O todo a la vez. Ancha es Castilla.