El pasado 3 de mayo el pedagogo, escritor y profesor del Col.legi Claret de Barcelona Xavier Melgarejo recibió la Creu de Sant Jordi que otorga la Generalitat. Hay que celebrar que se la otorguen a alguien como él, pero también lamentar que hayan esperado a que se muriese para dársela. El gobierno finlandés lo condecoró al más alto nivel hace ya dos años: en 2015 le impuso la más alta distinción que otorga Finlandia a un ciudadano de otro país. Pero aquí siempre somos los últimos en enterarnos de la gente valiosa que tenemos a la vuelta de la esquina.

Ya a mediados de los años 90, todo el mundo se llenaba la boca elogiando el sistema educativo de Finlandia, a la cabeza del Programme for International Student Assessment, el aquí tan temido informe PISA, siempre torcido para nuestras escuelas situadas en el vagón de cola de Europa de la eficiencia educativa. Todo el mundo decía con esa seriedad, tan rotunda como inútil, que hay que hacer como en Finlandia, pero nadie –los políticos a la cabeza- se había tomado la molestia de enterarse verdaderamente qué demonios hacían en Finlandia para que en el último informe PISA sus alumnos sean los quintos del mundo en ciencias y los cuartos del mundo en comprensión lectora, sin recurrir a la gota malaya de métodos educativos asiáticos. Dice el filósofo José Antonio Marina que el sistema educativo es un diplodocus dormido. Yo diría que en coma. Pero en medio de la modorra del conformismo comodón, siempre hay alguien que despierta.

Xavier Melgarejo estaba escandalizado en los años 90 de tener un 30% de fracaso escolar. Hemos rebajado varios puntos estos años (hasta estar alrededor del 20%), en parte al trabajo de gente como Melgarejo,  pero seguimos líderes en fracaso escolar de la Unión Europea. Para que no se diga que no somos líderes en algo. Y decidió buscar soluciones.

Decidió investigar y averiguar por qué el sistema finlandés es uno de los mejores del mundo. Tardó más de diez años en redactar una tesis doctoral que actualmente es canónica para entender por qué es un excelente sistema educativo y cómo podrían implantarse en nuestro país algunas de sus recetas. Tardó tanto en elaborarlo porque aquí ahora que ya no está le ponen medallas, pero en el momento de echar a andar, sólo encontró puertas cerradas. Lo cuenta en su libro Gracias, Finlandia: “No pude conseguir ninguna ayuda ni del Gobierno Central ni de la Generalitat de Catalunya. La función de orientador psicopedagógico en un centro concertado no era reconocida por las autoridades y al no reconocer mi existencia educativa no tenía ninguna posibilidad de recibir becas ni ayuda de ningún tipo. Tampoco pude conseguirlas por la administración catalana, ya que quise hacer el estudio en castellano”.

Ante la desidia de unos y otros, tuvo que hacer el camino solo, pagarse los viajes a Finlandia de su bolsillo, buscar toda la documentación, insistir para que el ministerio de educación finlandés abriera sus puertas a un modesto maestro de Barcelona tan educado como insistente. Nada es a la primera. Las citas a veces se demoraban varios días de unas a otras. Y una tarde, en que debía esperar dos días más hasta el siguiente encuentro, se echó mano al bolsillo y vio que no le llegaba para pagarse una pensión más días. Con un sueldo de maestro español nada es barato en Escandinavia. Esa noche durmió en la estación de ferrocarriles de Helsinki. Sin atreverse a tumbarse por si le llamaban la atención, un poco disimulando como si esperase un tren que nunca llegaba, en aquella soledad tan lejos de casa se preguntó: “¿Por qué tantos sacrificios?” Lo explicará años después en un libro titulado Transformar la adversidad: “Por amor a todas esas criaturas que no conocía. Cuando sentía que me invadía el desánimo y la desmoralización pensaba en ellos y recuperaba las fuerzas para seguir adelante”.

Ha sido un luchador incansable por la educación. No dejó la pelea ni cuando lo atacó un cáncer muy agresivo con metástasis en las vértebras. A pesar de los dolores y la medicación, siguió investigando sobre la mejora educativa y dando charlas hasta en el más recóndito pueblito donde lo convocasen para hablar de cómo mejorar la calidad de la enseñanza: “con cada fracaso escolar no solo se pierde un tanto por ciento del PIB futuro, sino que se frustra el desarrollo de un ser humano único e irrepetible”. Lo cuenta en este luminoso testamento suyo que es Transformar la adversidad (Ed. Plataforma), donde relata cómo encaró con entereza, curiosidad y ganas de aprender hasta el final  una enfermedad que pudo con su cuerpo pero jamás venció su espíritu de maestro de escuela vocacional. Ojalá no volvamos a tener que esperar a que un luchador cívico tenga que morirse para condecorarlo. Por favor, menos medallas y más inversión para quienes están a pie de obra por una educación mejor para los niños de hoy, que son los ciudadanos de mañana.