Miren, les voy a decir la verdad. Quería escribir hoy aquí sobre la situación política en Cataluña, pero la situación política en Cataluña me provoca un inmenso hartazgo. Eso es algo que habría podido tener funestas consecuencias para estas páginas mías, pues habría amargado su lectura. Así que me limitaré a mentar a Estanislao Figueras y Moragas, un barcelonés que fue presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República Española, que dijo así: «Señores, les seré franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros»; y dicho esto, se fue. Tal cual. A París, y ahí os quedáis. Ni mis juicios tienen la profundidad que los de don Estanislao ni tengo adonde ir, así que me quedo y sigo con el artículo. Lo siento.

Dándole vueltas a eso de las banderas, recordé otra cita que decía, poco más o menos, que la patria de uno es el paisaje de su infancia. Es una cita muy manida, cursi a matar, pero, de cita en cita, salté de ésta a la siguiente, que dice que, cuando buscas a tu alrededor el paisaje de cuando niño y no lo encuentras, la vejez asoma.

Pues en ésas estamos, queridos lectores, apátrida, porque mi paisaje de cuando niño se lo ha llevado el tiempo, el turismo y el precio de los alquileres, otras cosas aparte. Supongo que algunos de ustedes también habrá experimentado esta repentina desazón.

Un día, en uno de mis perezosos paseos, eché un vistazo a mi alrededor y me descubrí añorando una librería, Collector’s, que era, para mí, un paraíso sobre la tierra, llena de libros de arte, de automóviles, de historia militar, de trenes, barcos y aviones, de tantas cosas que siempre me han fascinado, donde me dejé el sueldo más de una vez. Ahora sirven en el local comida precocinada. Arrugué las narices. «¡Te estás volviendo viejo!», suspiré. Pues sí.

La gente añora los bares, aunque yo prefiero añorar los cafés y las chocolaterías de antaño, porque prefiero un suizo a una cerveza, ¡soy así de raro! Ahora que tanto hablan de él, diré que no he frecuentado el Bracafé, pero sí mi abuelo. Trabajaba en Radio Barcelona y ahí tomaba un buen café, mi abuelo. Era un tipo notable. Pilló una Harley-Davidson de segunda mano, con sidecar, y se ganó a pulso el mote de «el Loco de la Arrabassada», hasta que mi abuela le dijo: «¡La moto o yo!». Se quedó con la abuela, ya puestos. Mi madre apenas había nacido entonces. De eso hace muchos, muchos años. Qué diría mi madre si viera el Bracafé convertido en la entrada de un aparcamiento.

Es normal que las cosas cambien, es ley de vida. Aunque esos cambios a veces produzcan urticaria. Comprábamos las carteras para ir al colegio en una tienda que ahora vende toros y «bailaoras» de flamenco de «trencadís»; la mercería donde comprábamos cremalleras, botones o hilos de coser también ha desaparecido; quienes nos proveían de calzoncillos habitan ahora en una residencia; todo, todo ese paisaje de tiendas y vecinos es ahora carne de turismo, porque el comercio del barrio ha sucumbido a la fiebre del «souvenir».

Sin embargo, puestos a añorar infancias y paisajes, el ocaso y desaparición de las jugueterías provoca recuerdos dulces que dejan un sabor amargo. Recuerdo los escaparates de Tic-Tac en la Diagonal, porque a veces veía juguetes de importación, relativamente raros, como los cochecitos de Gorgi. La tienda de Palau en la calle Pelayo ya no existe, se trasladó, pero cuántas veces no se aplastaron mis narices en su escaparate, para contemplar la maravilla de los trenes de Märklin o Fleischmann.

Pero el rey de los recuerdos era el escaparate de Jorba Preciados cuando se acercaba la Navidad y montaban un espectáculo juguetero que era de obligatoria visita. Ahí se juntaban las bicicletas, los madelmanes, los Exin Castillos o lo que fuera. Crecí, ya ven, y ahora no existe ese escaparate mágico que hacía esquina, reconvertido en una de las entradas de El Corte Inglés más pachanguero.

Las librerías... Verlas convertidas en hamburgueserías o tiendas de ropa de marca guay no ayuda demasiado a superar la desazón que hoy me corroe. Por eso lo dejo aquí, que me entra morriña.