Hemos tenido unas elecciones al Parlament de Catalunya y parece que todo ha cambiado para seguir igual. O no. Por un lado, ya estamos otra vez con esas negociaciones entre esotéricas y esperpénticas del procesismo, donde uno nunca sabe si las partes se van a poner de acuerdo hasta el tiempo de descuento. Eso es tanto como decir que seguimos igual. Por otro lado ha habido cambios significativos. Parece ser que los socialistas han vuelto y Ciudadanos y el PP se han ido, o casi casi.

También aparece un nuevo actor en escena, un partido de extrema derecha nacionalista y populista. Aunque, bien mirado, eso tampoco es nuevo, porque tuvimos a un tal Torra de presidente. Además, las listas de candidatos del procesismo y ese mundo que orbita a su alrededor abunda en personajes esperpénticos que escupen palabras como «ñordo» o «colono». Son muchos, más que demasiados, los que dan sobradísimas muestras de tener la cabeza llena de pajaritos supremacistas, fanatismo y pocas luces.

El señor Mas, quien fuera presidente y hoy nos parece moderadísimo, sostenía (cito textualmente) que «algo debe de quedar en nuestro ADN, porque los catalanes tenemos un cordón umbilical que nos hace más germánicos y menos romanos», a diferencia del resto de los españoles, claro. El señor Junqueras publicó un artículo en un periódico de gran tirada señalando diferencias genéticas profundas entre el tipo español y el catalán, que era el más guay del Paraguay de los dos. Si uno insiste tanto en la diferencia, es porque se cree mejor que los demás.

Estos personajes dominan la política catalana desde hace cuarenta años. Los treinta primeros, como lobos con piel de cordero. Luego, sin disimulo. Llegaron al colmo del despropósito en septiembre de 2017 con una Ley de Transición o como se llame que era, en conjunto y en detalle, un retroceso en las libertades colectivas e individuales y un paso más hacia el autoritarismo. Algunos lo denunciaron. El señor Coscubiela, por ejemplo, cuando dijo en sede parlamentaria que aquello era una vergüenza.

Hoy, en lugar de Rabell o Coscubiela, tenemos una izquierda teórica que, en la práctica, parece estar en las nubes. Puede decir hoy que sí y mañana que no, según el día, como la señora Colau, o pagar las fantas del procesismo con una afición incomprensible, como el señor Asens. De más arriba llegan voces del señor Iglesias soltando, de vez en cuando, disparates mayúsculos. Me pareció imperdonable que comparase el exilio republicano de 1939 con la huida de Puigdemont, por ejemplo, y me ofendió que, lejos de rectificar, insistiera en ello.

Véase el debate que esa izquierda tan extraña ha provocado en el feminismo. Es incomprensible para cualquiera que no haya hecho un cursillo de acrónimos anglosajones y palabras de la jerga «queer» postmodernista. Ni quito ni doy la razón a nadie, porque, sinceramente, no sé de qué me están hablando, y creo que no soy el único, vista la cantidad de artículos que aparecen en la prensa intentando explicar lo que no se entiende. Mientras tanto, la prostitución, la explotación de los vientres de alquiler o la simple y llana discriminación de una persona por su sexo, género, identidad o lo que sea, ahí sigue, campante.

En tiempos de zozobra económica y crisis tras crisis, no es de recibo que quien presume de izquierda viva de debates metafísicos y nos someta a esta clase de divagaciones. A falta de becas-comedor y con uno de cada cuatro niños catalanes en riesgo de pobreza, recibo en casa una carta de la alcaldesa con unas postales muy bonitas, de colorines, sobre la alimentación sostenible. Que sí, que está muy bien, pero… Se echan en falta aquellos viejos líderes surgidos de la lucha obrera y el sindicalismo, que iban a lo material, concreto y evidente, y cuando asoman las postales de colorines surge una sensación de desamparo.

Ante el desamparo, surge un voto de castigo. Creo que el voto a esa extrema derecha nacional responde a una necesidad sentimental de amparo tribal, a un dejarse llevar sin tener que pensar. Lo hemos visto con un nacionalismo y ahora lo veremos con otro. Se alimentan mutuamente, echan leña al odio, ambos se necesitan para crecer y asentarse. Por eso, deberíamos luchar contra la frustración de quien les ha votado o acabará creyendo en aquello que votó. ¿Es fácil? No. Además, exige trabajo, no sutilezas metafísicas ni proclamas huecas.

Pero ¿qué ocurre? Que lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra, dijo Sartre, y en ésas estamos, acostumbrándonos sin pestañear.