El concejal Eloi Badia es lo que, piadosamente, se llamaba un tonto útil que, protegido por Ada Colau, ha evolucionado a marioneta peligrosa. Un ingeniero y vividor de una oenegé procedente de los oscuros negocios del Observatorio Desc. Como demostró Julio Caro Baroja en su obra La cara es el espejo del alma, la de Badia es el ejemplo de que a partir de los cuarenta años cada cual es culpable de su rostro y el carácter se refleja en sus rasgos de “formas sesgadas, sectarias y de dudosa calidad participativa”, según el retrato de dieciséis entidades barcelonesas que piden su dimisión.

Con aritos en sus orejas algo asnales, no escucha a las entidades que critican su gestión letal en medio ambiente, acoso machista, cementerios, funerarias, sistemas de limpieza, protección de ratas e insectos, elección del pregonero enajenado de Gràcia y otras maldades encaminadas a arruinar la imagen y el prestigio de Barcelona. Oculto tras los pantalones de Colau, no da la cara y bloquea todas las críticas contra él en las redes. Es una de las cosas que hacía Goebbels en su llamado Principio de Silenciación, consistente en acallar las cuestiones sobre las que se carece de argumentos y disimular las noticias que favorecen a los adversarios.  

Servil ejemplar de la burricie municipal propagada por la alcaldesa, sus iniciativas caras, inútiles y tontainas irán a dar al cubo de la basura de la historia barcelonesa. Engañoso izquierdoso transformado en burgués que simula ir atareado, defendía antes la libertad de expresión para intentar abolirla después de llegar a un poder que es una factoría de burócratas ineptos enchufados por más altos ineptos todavía. Arrodillado ante los caprichos de su jefa, Badia le sirve de parachoques y de chivo expiatorio. Como podemita o comunero que dice ser, culpabiliza y tilda de ignorantes a quienes refutan sus memeces y no depositan las basuras cómo, cuándo y dónde él ordena y manda con esa mirada lela que su dios Lenin le ha dado. Y si acaso se le escapa una sonrisa displicente o amable, es un subterfugio tramposo de su alma.

Desconocedor de que la ética debe ser, también, consecuencia de una conducta estética, solamente la humildad le evitaría practicar el ridículo sistemático. Incapaz de entender ni comprender la otra cara de las cosas, su desnutrición intelectual le convierte en limpiabotas del sistema que prometía cambiar. Negado para ver que es menos importante de lo que se cree, acepta ser el mayordomo de las canalladas de su dueña y señora alcaldesa. Hasta que sea un juguete roto que ella enviará desmadejado al baúl de sus granujadas para acallar y calmar a la ciudadanía que se la tiene jurada, porque ha comprobado que Badia es un personaje resentido y peligroso. Como buen déspota, no acepta que sus decisiones no interesan ni gustan a nadie y que su causa y la de su jefa está ya perdida. Y si acaso el pueblo les perdonase, sería porque el perdón es la forma más elegante del desprecio.