Con unos zapatos de ante sobre las más internacional baldosa barcelonesa (todo apunta a que el panot acabará siendo el símbolo de su campaña), Manuel Valls daba a entender en su cuenta de Twitter lo que ya era un secreto a voces. Algunos esperábamos mayor gracia y calidad (savoir faire) en el calzado y la fotografía, pero ahí estaba el paso hacia delante del ex primer ministro francés a optar por la alcaldía de Barcelona.  

Y aunque para su presentación en el CCCB la llevaba, Valls últimamente se ha deshecho de la corbata. Apuesta por jeans, camisas blancas, blazers y sneakers. Podría alguien considerar que el político ha rejuvenecido su uniforme como consecuencia de su vuelta a sus orígenes (nació en Barcelona en 1963) o achacarle la crisis adelantada de los 60. Podría. Pero también hay que tener en cuenta el estilo camaleónico de Manuel Valls; pues lo mismo se presenta a unas primarias socialistas, se pone a disposición de Emmanuel Macron y, en España, coquetea con Cs, PP, PSC o quien haga falta.

Inteligentemente y aunque defienda con su discurso unionista lo contrario, sabe perfectamente que Barcelona no es Madrid y que el vestido para postularse como candidato a la alcaldía de la Ciudad Condal es menos encorsetado (sencillo, sobrio, informal, desestructurado...) que en el resto del reino. Coherencia contextual y geográfica se le llama. Porque para autoproclomarse “un nano de Barcelona", antes hay que parecerlo...

Pero pese a que en Catalunya, más cercana geográfica y culturalmente a la revolucionaria y republicana francesa, se estile más la moda burguesa que la feudal que aún domina en Castilla y Andalucía; lo cierto es que a nivel de exigencia y sofisticación indumentaria (sensibilidad estética) Barcelona no es París. Así que mientras los estetas nacionales -al compararlo con la epidemia de desidia que padece la clase política española- alabamos y nos derretimos con la calidad de tejidos, la combinación de gamas, la discreción y la elegancia en el vestir de Valls (aquel suéter negro de cuello alto con americana que lució para la manifestación de SCC); en la prensa especializada del país vecino lo aniquilan (no quiero imaginar la carnicería que los colegas galos harían con presas como Ada Colau, Alfred Bosch, Jaume Collboni, Carina Mejías, Jordi Graupera, Ferran Mascarell, Neus Munté...).

No dar la talla (prendas demasiado holgadas), su obsesión en conjuntar la corbata con la camisa, el abuso de tonos pasteles, no saber ajustarse el nudo u olvidar abrocharse la americana eran algunos de los errores que más desesperaban a los analistas de imagen parisinos. En la capital de la moda, no preocuparse por la imagen y las tendencias resulta antipatriótico. Por ello, aparecer el año pasado en la televisión con una barba chiva (la entera le conviene más y el cabello le favorece algo más largo) cuando está out o ataviarse de Colombo para actuar de primer ministro de interior le valieron grandes críticas y choteos. 

Hijo de un pintor impresionista, Valls se crió en un taller. Pero en vez de un espíritu bohemio, recuerda y ama el orden y el silencio que imperaban en el trazo de su padre. No se puede decir, sin embargo, que no heredara la pasión y la intensidad de los artistas. Sólo hay que recuperar un mitin en agosto de 2015 junto a sus antiguos compañeros socialdemócratas para percatarse de hasta que punto puede llegar a sudar la camiseta (literal).   

Muerto política y estéticamente en Francia, aún ahora es uno de los políticos más impopulares allí (algo que tiene bastante mérito); ha anunciado que se presentará para regir Barcelona. Tanto ideológica como indumentariamente, por la clara oposición que significaría ante Colau, aparentemente no será un mal candidato. Aún así, ese gesto serio, frío y arrogante que los galos aún le echan en cara tampoco va a ponerle las cosas fáciles en la capital catalana. Porque más allá del fácil bronceado dorado de su piel, Valls tiene poco de latino y mediterráneo. Que si en España, incluso en Catalunya, toleramos y soportamos los desechos de Francia es por la campechanería.