Hace unos días, en el barrio del Bon Pastor, un vecino al que iban a desahuciar se arrojó desde el balcón del apartamento que le arrebataban y falleció al estrellarse contra el asfalto. No resistió la presión, tal vez porque quedarse sin casa es el primer paso hacia el hundimiento definitivo. La explicación más sencilla de la desgracia sería echarle la culpa a la insensibilidad y la hipocresía de los comunes (el piso en cuestión era de propiedad municipal), basándose en las explicaciones de la concejala Lucía Martín y aprovechando para recordarle que en su momento colocó a su novia en el ayuntamiento, aprovechando las prestaciones de esa insuperable agencia de empleo que es Barcelona en Comú. De hecho, hasta la PAH, dirigida tiempo atrás por Ada Colau, se ha mostrado crítica con los comunes en su tratamiento del caso. Pero en esta historia abundan los elementos que la convierten en el maldito embrollo del título de esta columna (tomado de una película italiana de los años 60).

Para empezar, el derecho del difunto a ocupar el apartamento era discutible, ya que la titular era su madre, fallecida hace unos años. Según las explicaciones oficiales, el inquilino era de natural molesto y dado a la bebida y había generado algunos problemas de convivencia. Se supone que realquilaba habitaciones sin gastarse el dinero en pagar el alquiler, que no se sabe muy bien de que vivía y que se trataba con gente poco recomendable. Según sus conocidos, el hombre se había dejado ir un poco tras la muerte de su madre, dándose a la mala vida y convirtiéndose, esporádicamente, en un sujeto conflictivo, pero había mejorado notablemente desde hacía cosa de un año y había gente que le tenía aprecio. Se trataba de un ciudadano vulnerable que subsistía con una prestación mínima y al que Dios no le había dado muchas armas para ganarse la vida. ¿Realquilaba habitaciones? Según el ayuntamiento, sí. Según sus amigos, no está tan claro. Uno de ellos asegura que se limitó a guardarle unos muebles a cambio de un dinerillo. También se habla de una novia que convivía con él y que se dio el piro en cuanto empezó a tomar cuerpo lo del desahucio. Según los jueces, el hombre necesitaba cierta protección, especialmente de sí mismo. Poco antes de morir, anunció su intención de suicidarse si lo desahuciaban. El desastre que condujo a su triste fallecimiento estaba, pues, en marcha. Y no se trata de buscar un culpable de su trágico final, sino de intentar aclarar mínimamente las circunstancias que llevaron hasta él. Ahí no veo que el ayuntamiento se esté matando precisamente. Las explicaciones de Martín son difusas y confusas. Los conocidos del difunto aseguran que el drama se veía venir y que el ayuntamiento no hizo nada por evitarlo.

La historia, como tantas otras, se olvidará en unos días y acabará en uno de esos casos que suelen resumirse con la fatalista expresión “Entre todos los mataron y él solo se murió”. Solo queda claro que todo lo que podía salir mal salió peor. Pura ley de Murphy. Sujeto negado para ganarse la vida, una deriva a todas luces desastrosa, previsible acumulación de desgracias hasta llegar a la traca final, la muerte de la madre, viga más o menos maestra de la depauperada existencia del suicida. Un ayuntamiento que dice una cosa y luego hace otra. Jueces que avisan de una situación de riesgo a la que nadie presta mucha atención. Y así hasta que el inminente desahuciado se arroja al vacío porque ya no puede con su alma.

Los comunes dicen una cosa; los conocidos del muerto, otra. El rifirrafe durará cuatro días, se resolverá de cualquier manera y volveremos a lo que realmente importa: el tercer mandato de Ada Colau. El ayuntamiento se olvidará del asunto y hasta los vecinos acabarán llegando a la conclusión de que, total, para la vida que le esperaba al fiambre, tampoco es tan grave que se quitara de en medio. Pero algo falló a nivel social si ni el ayuntamiento, ni la justicia, ni la policía ni los amigos del difunto pudieron evitar su triste final. ¿Le importaba a alguien? Da la impresión de que no. Y las vidas desastrosas solo salen a la luz cuando terminan de manera abrupta y nos lanzamos a buscar a un responsable cuando, probablemente, lo único que hay es una concatenación de desgracias propias y ajenas que concluye de la peor manera posible en un maldito embrollo.