Finalmente, los impulsores de la delegación del Hermitage en Barcelona han optado por llevar ante los tribunales a la administración Colau por su actitud hostil a la propuesta y su obsesiva negativa a que el museo de San Petersburgo abra sucursal en la millor botiga del món. Previamente, habían amenazado con irse con la música (o sea, el museo) a otra parte, tanteando a los malagueños, que, últimamente, se han hecho con una serie de equipamientos artísticos de primera magnitud que en Barcelona se habrían encontrado con los mismos problemas que el Hermitage: aquí no queremos saber nada de franquicias elitistas, donde esté un buen correfoc que se quite cualquier museo y el arte tiene que salir del pueblo, de las asociaciones de vecinos o de cualquier entidad a la que el arte y la cultura le importen lo mismo que a Ada Colau: nada.

Ese es, de hecho, el problema de fondo del asunto del Hermitage: el analfabetismo militante de los comunes, cuya contribución al avance cultural de Barcelona ha sido prácticamente nulo desde que se hicieron con el poder municipal. El modo en que abordaron la pugna entre la ampliación del MACBA y la necesidad de un nuevo CAP en el barrio fue muy definitorio de su visión del mundo: en vez de buscar una solución que hiciera compatibles el museo y el CAP, nuestros demagógicos líderes locales optaron por enfrentar el (supuesto) elitismo del arte contemporáneo con las necesidades reales de salud de los vecinos de un barrio desfavorecido. Manca finezza, que dirían los italianos.

Lo del Hermitage ha sido una obsesión municipal desde el principio, pese a que el proyecto recibió el visto bueno del difunto Jorge Wagensberg, lo más parecido al sabio Salomón que hemos tenido en Barcelona durante las últimas décadas. El colauismo le encontró enseguida múltiples pegas: esnobismo cultural a la malagueña, elitismo execrable (como todo lo relacionado con el arte y la cultura, según los comunes), posible pelotazo financiero y hasta graves problemas de tráfico (la excusa más absurda de todas, según me comentaba hace unas noches un célebre arquitecto barcelonés al que no le constaba ningún museo en el mundo responsable de atascos urbanos). No sé si a Ada Colau le gustaba el proyecto arquitectónico de Toyo Ito ni si lo entendió, pero ese era, en cualquiera caso, un tema menor: de lo que se trataba era de impedir como fuera la instalación en Barcelona de un museo que, indudablemente, era un negocio para sus promotores (de ahí la insistencia), pero también un nuevo motivo de atracción para barceloneses y turistas. Y como se trataba de ir a más, había que cargárselo, ya que aquí lo que nos gusta es, al parecer, ir a menos en beneficio de una sostenibilidad incompatible con la evolución de una gran ciudad. Una evolución que, evidentemente, hay que vigilar de cerca, pero no desintegrar.

Llegados a este punto, el Hermitage (respaldado por el Puerto de Barcelona) y el Ayuntamiento se verán en los tribunales. Si ganan los comunes, igual hay que indemnizar a los rusos y la broma nos cuesta un pastón, pero, acostumbrados como estamos a las onerosas meteduras de pata de Eloi Badia, tampoco nos cogerá por sorpresa. Y en cuanto al solar donde debería elevarse el edificio de Toyo Ito, pues yo creo que situar ahí el huerto urbano más grande de Europa estaría la mar de bien e igual hasta salíamos en el Guinness Book of Records.