Hace unos siglos, alguien hubiera dicho que nos ha caído encima un castigo divino por nuestra manía de ir pecando por estos mundos de Dios. Al día siguiente se habría organizado una procesión con ayes, lamentos y penitentes. La peste hubiera continuado, pero al menos le hubiéramos dado un sentido, triste consuelo. Hoy nos preguntamos qué sentido tiene que un virus que vivía la mar de contento y feliz entre los murciélagos chinos haya dado el salto y ahora se lo pase en grande reproduciéndose gracias a la raza humana.

¿Qué sentido tiene? Ninguno. No tiene ningún sentido. La vida carece de sentido, así, en general. La vida, el mundo… Todo es, deviene, está o deja de estar, pero indiferente a cualquier sentido. Es, deviene, está o deja de estar así, sin más. El sentido, amigos míos, el sentido lo ponemos nosotros. La frase no es mía, sino de un filósofo con bigote que acabó abrazándose al cuello de un caballo y agostándose después en un manicomio, porque le dio la chifladura o quizá ya estaba chiflado de antes, pero es una frase muy oportuna.

El universo se comporta con indiferencia al sentir humano y su afán de destino, o de sentido, que viene a ser lo mismo. No queda otra que intentar conocer, al menos, cómo se comporta el universo, para poder manejarnos mejor en él. De ese afán surgió primero la filosofía, luego la filosofía natural y finalmente la ciencia. Lo de darle un sentido al mundo y a uno mismo se arrela en la magia, el mito, la religión y la metafísica, aunque a veces se intente echarle razonamientos al asunto.

Como todo conocimiento humano, la ciencia ni es ni puede ser perfecta. Ya dijo Gödel que, si queríamos explicarlo todo, tropezaríamos con una falta de coherencia (ahí se atascan las religiones y muchas filosofías), y que, si quisiéramos ser coherentes (como se propone la ciencia), el conocimiento nunca sería completo. Bueno, Gödel dijo algo más complicado que esto, pero así nos entendemos.

El problema de fondo es que no nos gusta vivir con la incertidumbre de un mundo regido por el azar y la estupidez. Por eso se venden tan bien las religiones, las supercherías y los totalitarismos, porque evitan tener que enfrentarse a la duda, al pensar por uno mismo y a la angustia de tener que elegir, maldición de la libertad. La ciencia y el pensamiento crítico en general se enfrentan continuamente a la incertidumbre, pero cada vez se saben más cosas que pueden ayudarnos a vivir mejor. Al menos, en teoría.

Esto se traduce en un montón de gente que cree que beber lejía lo cura todo, que abraza la homeopatía, el reiki o afirma incansablemente que la Tierra es plana, por poner ejemplos muy sonados. Parece una tontería, pero el movimiento antivacunas nos jodió hace diez años acabar con el sarampión como acabamos con la viruela, y hoy mismo niegan la necesidad de vacunarnos contra la Covid o llevar mascarillas. Ojo, pues.

En política se produce algo parecido. El auge de los nacionalismos, los populismos o la fórmula mágica y simple para resolver cuestiones complejas, son las tramas con las que se tejen o pueden tejerse los totalitarismos. Cuando la política es una cuestión de fe, mal asunto. La democracia liberal no es perfecta, ni mucho menos, y nada funciona como debiera, pero les aseguro a ustedes que funciona mucho mejor que cualquier otro sistema. Quien pretenda saltarse la ley a la torera, porque yo lo valgo, o sostener que existen dos clases de ciudadanos, los que están conmigo, los buenos, y los que están contra mí, todos los demás, vende magia, humo, mentiras y peligros.

Digo todo esto y les he soltado un rollo patatero porque son ustedes muy libres de votar o no, ahora que vienen elecciones, pero tienen que plantearse antes si quieren en el poder a personajes que tejen su discurso de magia y mentiras o personas que quizá no les convenzan, pero que intentan ceñirse a los hechos como buenamente pueden. La buena política se hace desde la razón, lectores míos, no dejándose llevar por los fuegos de artificio.