En el coso, como en el foro, que es como castizamente se llama a Madrid, la prohibición de los toros en Cataluña se interpretó como una forma de oposición a lo español, no como una defensa del animal. Entre las asociaciones animalistas también se sintieron parte de una instrumentalización política, pero a un colectivo con tan poca visibilidad no se le puede reprochar que recogiera el viento de cola. Es humano. Más cuestionable es que lo hiciera el Ayuntamiento, al aprovechar un momento de debilidad de la fiesta para declarar ciudad antitaurina a Barcelona, en 2004. La gestión de la Monumental realizada por los herederos del imperio Balañá, con otros intereses en la industria del ocio, no ayudó demasiado: donde antes había aficionados, sólo había turistas. Ninguno fue como el patriarca, Pedro Balañá Espinós, el hombre que convirtió a Manolete en un ídolo de masas en la Barcelona de posguerra, mientras la severa crítica taurina de la capital recelaba del diestro cordobés, fallecido en la plaza de Linares, a los 30 años. En el centenario de su nacimiento y el setenta aniversario de su muerte, Madrid se apropia de su imagen y pone el enjuto rostro de este Greco de los ruedos al cartel de la feria de San Isidro, mientras Barcelona olvida a uno de sus ídolos porque fue un torero. Lo peor del olvido, como escribió Borges, es que sea una forma de venganza.

Tan cierto es que los toros no forman ya parte del presente de Barcelona como que fueron un elemento clave de su pasado, cuando la ciudad llegó a tener tres plazas, El Torín, en la Barceloneta, Las Arenas y la Monumental, todas en funcionamiento hasta 1927, año en el que se cerró la primera. Por el Torín pasaron Juan Belmonte o Joselito, El Gallo, los grandes matadores de la generación anterior a Manolete, después de cuya muerte Chamaco tomó su relevo como referente de las plazas de Barcelona. En la lectura de la biografía de Belmonte, escrita por Manuel Chaves Nogales, encontró un barcelonés como Pep Guardiola "la mejor reflexión acerca del tratamiento del éxito". Para imaginar al entrenador catalán sumergirse en las peripecias de un matador de toros sólo hay que desprenderse de los prejuicios, pilares del maniqueísmo, molde, a su vez, de cualquier forma de populismo o nacionalismo, sea catalán o español. 

Algo similar puede decirse de Joan Manuel Serrat, el noi del Poble Sec, un fiel de las tardes de José Tomás, erguido e inmóvil en busca de su lugar en el sol, cual ciprés. Serrat no es hombre de toros, pero se sintió fascinado por el movimiento de un madrileño que, representado por un intelectual catalán, Salvador Boix, también buscó refugio en Barcelona, como Manolete, su alter ego, hasta que despidió la Monumental junto a Juan Mora y Serafín Marín, unico matador catalán en activo. En el mismo coso se había encerrado en 2009 con seis toros, seis. La misma plástica que cautivó a Serrat sedujo mucho antes a Pablo Picasso, en cuyo museo, una de las referencias culturales de Barcelona, tiene espacio la tauromaquia.

El toro de Osborne no es el único que sobrevive en Cataluña, en cuyos pueblos todavía salen los correbous, porque no forman parte de la "fiesta nacional". Quizás llamarla de esa forma fuera el error, pero identificar los toros únicamente con la idiosincrasia española para, acto seguido, repudiarlos es empobrecerse, porque significa cerrar una de las ventanas de una cultura que también es catalana. Los toros, como la copla o el fútbol, padecieron haber sido etiquetados como el pan y circo del franquismo, simplificación de la que únicamente se salvó el deporte, gracias a su posibilidad de encarnar a las dos Españas en el Madrid-Barça, y a su globalidad.

Los toros, pese a su implantación en Latinoamérica, no son un fenómeno global, pero es precisamente al separarnos de la dialéctica España-Cataluña cuando descubrimos cuánto tienen de política y cuánto de cultura. El debate local es una prueba de lo primero y el auge en Francia, de lo segundo, con matadores como Castella o Juan Bautista, ferias como la de Nimes o Arles y empresarios como Simón Casas, último en ganar el concurso para la explotación de Las Ventas. Hijo de padre polaco y madre sefardí, Domb Cazes, que adoptó su nombre al castellano cuando todavía se vestía de luces por consejo de su apoderado, se autodenomina un "productor de arte". Si los toros son un arte o no es un debate irresoluble. Lo triste es que ese debate ya no se produzca en una ciudad donde tanto se ha debatido y tan poco se ha prohibido. Pero eso fue en el pasado, como Manolete.