El pasado sábado, en el centro cívico situado en la calle de Regomir de Barcelona, el colectivo Juan de Mairena celebró un homenaje a Antonio Machado y al exilio en general: al de verdad, al de 1939, el que está aparejado al sufrimiento, a los campos de desesperación y la muerte. Hubo discursos y proyecciones de vídeos. Algunos enormemente emotivos, como un reportaje de la televisión francesa con Joan Manuel Serrat en Colliure o una lectura de poemas machadianos a cargo de Fernando Fernán Gómez, Fernando Rey, Paco Rabal. Una grabación hecha en 1966 con motivo de un homenaje que se le quería rendir en Baeza y que el franquismo tuvo a bien prohibir. Machado pasó siete años en la ciudad jienense y conoció allí a Federico García Lorca, que fue a visitarle siendo aún estudiante.

A Barcelona llegó Machado en junio de 1938. Iba acompañado de su madre, Ana Ruiz, y de su hermano José y la esposa de éste, Matea Monedero. El otro hermano, Manuel, optó por vincularse a los rebeldes y escribir unas odas a Franco perfectamente olvidables desde una perspectiva literaria.

Se alojaron primero en el hotel Majestic, habitación 214. Una placa en la fachada recuerda el hecho. Luego se trasladaron a la torre Castanyer, en Sant Gervasi, propiedad de una familia de raigambre catalana, vinculada a los vencedores de la guerra incivil. Nada allí evoca el paso del poeta. Desde su llegada y hasta su partida en enero de 1939, publicó diversos textos en varios medios, incluyendo 26 artículos en La Vanguardia.

Luego emprendió el exilio. Unos tramos en coche y otros a pie, dando apoyo a su madre anciana que, sin embargo, le sobrevivió aún unos días.

El trayecto hasta Francia lo narró muy bien su amigo, el filósofo catalán Joaquín Xirau, en un texto que fue repartido a los asistentes al homenaje. A la frontera, recuerda Xirau, “la madre de Machado llegó empapada de agua. Entró en la caseta de los gendarmes y se sentó al lado de la estufa. Con el pelo blanquísimo, chorreante y la cara mojada su perfil correcto y delicado se destacaba con belleza singular. Tenía 97 años. No había estado nunca enferma. Ahora no sabía lo que le pasaba”.

Llegaron a Colliure y se hospedaron en una pensión desde donde Machado escribió al menos dos cartas: una al poeta José Bergamín y otra a Pío Baroja. En ambas daba cuenta de su fragilidad y pedía ayuda hasta que pudiera valerse por sí mismo. No le alcanzó la respuesta. Murió y sigue allí la tumba que le acoge desde entonces, visitada por republicanos antifascistas que la adornan con flores y le dejan poemillas como mensaje.

Los organizadores del homenaje se comprometieron a conseguir que Barcelona reconozca su deuda con el poeta integrándose en la red de ciudades machadianas. Una red formada por la localidades donde vivió Machado: Sevilla, Baeza, Soria, Segovia, Rocafort y Colliure. Faltan Madrid y Barcelona. La primera rechazó explícitamente reconocerse como machadiana en los tiempos en los que ocupaba la alcaldía una tal Ana Botella. Barcelona no ha hecho el gesto.

Que Barcelona no sea ciudad machadiana es una consecuencia lógica de la deriva amarillenta de su actual gobierno. Apenas 24 horas después del homenaje en Barcelona, Pedro Sánchez depositaba unas flores en la tumba de Colliure, mientras un grupo de independentistas lo abucheaba. Es curiosa la tendencia de Ada Colau a estar siempre más cerca de los “escuadristas” (la expresión es de López Bulla) de Torra que de los lectores de Machado.

Que Barcelona se declare ciudad machadiana lo pidieron Salvador López Arnal, Carlos Jiménez Villarejo, Teresa Soler, Martín Alonso, María José Ramos, Tomás Gorria (que viajó desde Rocafort para explicar que la Generalitat valenciana ha comprado Villa Amparo, la casa donde vivió el poeta durante la guerra, para dedicarla a evocar su figura). Y muchos otros de los que participaron en el acto y llenaron la sala donde se celebraba. Un acto que se cerró con la lectura colectiva de un poema de Machado y con las ventanas abiertas al mundo para que entrara el aire en una sala abarrotada. Abarrotada para oír la voz de un clásico: aquel cuyo mensaje nos llega vivo porque habla de nosotros mismos, de nuestro acuciante presente. Esto decía, nos dice, Juan de Mairena: “Volvamos a nuestras frases hechas, sin cuya consideración y estudio no hay buena retórica. Reparad en ésta: “abrigo la esperanza” y en la mucha miga que tiene eso de que sea la esperanza lo que se abrigue. La verdad es que todos abrigamos alguna, temerosos de que se nos hiele”.