La fiesta mayor de Barcelona es un invento relativamente reciente entre nosotros desde que el año 1902 el Ayuntamiento de la ciudad confeccionó por vez primera un programa extraordinario con ocasión de la Mare de Déu de la Mercè, aquel 24 de septiembre. Mucho más tarde –¡Oh, maravilla!– la Mercè fue declarada Fiesta de Interés Turístico Nacional promulgándose en el Boletín Oficial del Estado número 41 de 16 de febrero de 1980.

Como ocurre con otras antiguas ciudades europeas, Barcelona está simbólicamente representada por una colección de gigantes y monstruos que circulan por ella en los días de más fiesta. Es lo que va a ocurrir este viernes con el arranque del Séquito en el Palau de la Virreina, que atravesará las Ramblas en procesión hasta Plaça de sant Jaume. Entonces el Águila, el León, la Mulassa, el Buey, la Víbria, el Dragón, la Tarasca, los Gegants del Pi y los de Santa Maria del Mar irán acompañados por los Bastoners y los Ministrils del Camí Ral, donde esperarán a que termine el pregón de la Fiesta. Habrán inaugurado las fiestas de la Mercè de 2017.

Hace siglos que estas bestias construidas con su mezcla de pasta de papel, yeso y aceite secante funcionan por las calles de la ciudad. Son duras como la piedra, pero tienen lo necesario: trampa y cartón. Los actuales Gegants de la Ciutat representan al rey Jaime I y su esposa Violante. Las antiguas cabezas de los Gegants del Pi, desaparecidos en el siglo XIX, fueron descubiertas en 1959 en el desván de la Basílica. Los de Santa Maria del Mar, el rey Salomón y la reina de Saba, que son de 1807, fueron destruidos en 1936 y reestrenadas sus nuevas figuras en 2002. Estas esfinges se activan por dentro gracias a hombres zancudos que mueven lentamente unos palos y unas cuerdas. Parecen figuras muertas, pero nunca mueren definitivamente. Los niños desdentados las ven como sombras alargadas e inalcanzables y corren despavoridos, con carcajadas histéricas de nerviosismo y las venas del cuello hinchadas de azul, pensando que les persiguen. Es la fuerza de la mitología y de la historia.

Ocurría lo mismo con el Águila de Barcelona que aparecía en la bienvenida del rey de Portugal en 1463, del emperador Carlos I en 1519, Felipe II en 1568, Felipe III en 1599, de Felipe de Borbón en 1701 y del archiduque Carlos en 1703. Demasiadas dinastías para tan poco país. Sus ojos pintados de colores parece que no miran, pero son testigos de nuestra historia. El Águila se cierne sobre el presente, planea ahora sobre la Constitución, y está a punto de abalanzarse sobre las calles.

Aparentemente inofensivo, el Buey de Barcelona estuvo en la bienvenida del Duque de Calabria en 1467 y en 1623 en la procesión del Corpus de Santa Maria del Mar, y para las fiestas de la beatificación de san José Oriol en 1807. El León coronado salió por las fiestas de 1601, en la canonización de San Ramon de Penyafort y en la paz de la Guerra de los Siete Años en 1837, y también el Dragón, en honor de don Pedro de Portugal en 1463. Era una bestia foguera que lanzaba pirotecnia por la boca, las alas y la cola, adquiriendo todo el aspecto de una inmensa bola de fuego; y ahora en plan protocolar, se le pone un ramo de claveles rojos en la boca. Estos grotescos de ficción resucitan ahora en la Mercè, conocen guerras y revoluciones de antaño, huelen la violencia y la van a escupir por sus fauces sulfúricas en los próximos días.

Sin despegarme del inevitable imaginario político del devenir de los días, me siento sujeto y objeto de la historia de la que soy protagonista. También pienso en la Víbria, la Mulassa y la Tarasca o Cuca Fera. No son monstruos de cartón-piedra sino que participan del ciclo histórico del nacimiento y la destrucción. En cambio, todos somos hijos de una historia en la que ellos permanecen y nosotros pasamos de largo. La mayoría de ellos sucumbieron a las llamas del Francés, la Semana Trágica de Barcelona y la guerra civil española. Sucumbieron a las prohibiciones de Felipe V y su Decreto de Nueva Planta. Pero ellos siempre vuelven porque no son de papier-maché. Los monstruos de la Mercè representan nuestra conciencia del mal, nuestras pasiones y nuestra ignorancia, nuestra existencia acartonada. Salen a la calle para recordarnos nuestro destino histórico, las cajas-urna de cartón, los falsos votos y los votantes impostados, y los ataúdes del odio. Es la historia que estos monstruos miran con pupilas de sorpresa la que suspende nuestras autonomías personales, la que nos hace sentirnos víctimas, cuando estamos a punto para el sacrificio.