Si a usted no le gusta caminar, pero, como el ciudadano progresista y sostenible que es, está en contra de la contaminación que generan los vehículos a motor, apúntese a la bicicleta y al patinete eléctrico. En el primero de los casos, puede usted lucir una vistosa mascarilla quirúrgica que le identifica como un enemigo de la polución. En el segundo, el adulto exterior y el niño interior se unirán para alegría suya al poder ir por la vida con el patinete que nunca le regalaron sus padres porque aún no se había inventado.  En ambos casos, considere que las reglas de la circulación no se han escrito para usted, que es un ser libre y, por lo tanto, no tiene por qué respetar los semáforos en rojo, puede circular por las aceras esquivando a los peatones (o arrollándolos, si no hay más remedio), le asiste el derecho de ir a la velocidad que se le antoje y, en definitiva, puede hacer lo que le salga de las narices porque su vehículo de transporte no contamina y usted se ríe de los atascos que organizan todos esos fascistas motorizados que arruinan la ciudad con sus tufos.

Cuando, más mal que bien, habíamos llegado a una cierta convivencia civilizada con los ciclistas, los peatones nos vimos sometidos a una nueva amenaza: los del patinete. En el año 2018, les cayeron 1868 denuncias por constituir un riesgo para la seguridad viaria (806), circular por donde no debían (625), infringir normas de tráfico (402) o incurrir en el exceso de velocidad (5). O sea, entre cinco y seis incidentes diarios por culpa de los conductores de patinetes. No está nada mal, ¿verdad? Por no hablar de la señora mayor atropellada por uno de esos artefactos y que la palmó tras el impacto.

El problema de ciclistas y patinetistas es creerse unos seres angelicales que mantienen limpias las ciudades y, por consiguiente, pueden saltarse todas las normas desde una altura moral a las que ellos mismos se han subido y de la que la sociedad debería bajarlos a sopapos (sobre todo, a los de la mascarilla contra la contaminación). Salvemos a los sufridos repartidores de Glovo Deliveroo porque lo suyo es pura explotación empresarial y están obligados a correr que se las pelan para incrementar en lo posible sus magros emolumentos. Pero al ciclista sobrado (especialmente si luce mascarilla, disculpen mi obsesión, pero es que los jetas moralistas me sacan especialmente de quicio) y al patinetista al que no le mola andar ni tomar el transporte público hay que empezar a crujirlos, por el bien del peatón.

El peatón es un ciudadano de una movilidad impredecible. Puede moverse a derecha o izquierda en cualquier momento, y tiene derecho a hacerlo porque va por la acera. Ante uno de esos cambios súbitos a los que tiene derecho -o lo tenía cuando la acera era solo para la gente como él-, el ciclista o el patinetista no siempre pueden reaccionar a tiempo, demostrando así que las aceras y los paseos no son su hábitat natural. Lamentablemente, el halo progresista que envuelve, sin que uno entienda por qué, a los usuarios de transportes alternativos ha hecho que la Guardia Urbana no les haya aplicado jamás los correctivos que se merecen. El hecho paradójico de que abunden los energúmenos violentos y sociópatas - capaces de abroncar a quien acaban de atropellar- entre los santurrones de la bici y el patinete es un fenómeno estrictamente español que no tengo espacio para abordar aquí, pero que da qué pensar.