La ley de Poe no la escribió Edgar Allan Poe, sino Nathan Poe, pero da miedo lo mismo. Nathan Poe es un científico que polemizó con los creacionistas americanos, defendiendo la teoría de la evolución. Descubrió que si decía una barbaridad muy gorda, incluso gordísima, parodiando a los creacionistas, siempre habría alguien dispuesto a creérsela entre los propios creacionistas. En otras palabras, sin una señal explícita que nos indique que lo que se dice es una burla, siempre habrá algún fanático que la crea cierta, por muy absurda que sea.

La ley de Poe se aplica a los debates barriobajeros que tanto abundan por internet, pero se está demostrando que su validez es universal. Los fanáticos, sean religiosos o políticos, no emplean la razón, sino la fe, y comulgan con ruedas de molino. Da igual que la consigna o la afirmación sea estúpida, ridícula, incongruente, irracional, incluso profundamente execrable; no hay límites, siempre habrá algún tonto dispuesto a creérsela.

Quédense con esto en la cabeza y vayamos a esto otro. Hace unos días, el «Journal of Experimental Psychology» publicó un artículo de los doctores Everett, Crockett y Pizarro titulado «Inference of trustworthiness from intuitive moral judgments», y perdonen ustedes, pero me vengo arriba citando así, en inglés. Vanidad, oh, vanidad... ¡Al grano! Decía que este artículo corrobora algo que ya sabemos: ante un dilema moral, usted confía más en alguien que apela a sus emociones que en alguien que razona una solución. Llevando el caso al límite, si quien argumenta delante de usted es un histrión y apela directamente a emociones básicas —miedo, envidia, soberbia y odio son las más efectivas—, le convencerá, y le convencerá aunque su propuesta sea moralmente abyecta o simplemente estúpida. En cambio, si alguien argumenta sus ideas y expone fríamente los pros y contras de su postura, sin trampa ni cartón, usted exclamará: «¡Qué rollo!». En suma, no le hará ni caso, ni que tenga toda la razón del mundo.

Sumen a la ley de Poe y a la constatación de Everett, Crockett y Pizarro que todavía podemos tratar a las personas una a una, pero que el rebaño, así, en mogollón, es bastante estúpido y esencialmente irracional. ¿Suena mal esto que digo? Oh, sí, claro que suena mal, pero es lo que hay. Sumen estos tres factores, decía, y tienen una descripción del mecanismo que permite, ahora mismo, contemplar las orillas del abismo de la democracia occidental.

A poco que usted disponga de un espacio público para decir sandeces y las diga con la suficiente convicción, podrá organizar un Brexit, un Procés, un Frente Nacional francés, podrá poner de ministro a un impresentable como Salvini o convertir a un imbécil en presidente de los EE.UU. Como decía Carlo Maria Cipolla, nunca subestimes el número de estúpidos, porque supera cualquier previsión que hagas, y éste sería un cuarto factor a tener en cuenta. Porque la nueva y peligrosa «Alt-Right» se apoya en millones de votos, no lo olvidemos, porque es un movimiento popular, muy popular.

El resultado lo vemos cada día y no hace falta irse lejos. La ley de Poe garantiza las tragaderas del público. El líder de turno podrá decir una cosa y la contraria, sin problema alguno. Podrá mentir, con entera libertad. Tampoco será preciso que sea inteligente, ni siquiera que sea listo; el fanatismo de sus seguidores suplirá sus deficiencias y perdonará su peinado.

Porque, ¿se han dado cuenta? Estos líderes que digo suelen peinarse todos de manera un tanto extraña. ¡Fíjense! ¡Siempre nos quedará la risa!

Aunque, ya lo sé, es un triste consuelo.