Pasadas las elecciones, Barcelona debería volver a la normalidad. Aunque, bien mirado, la normalidad barcelonesa es, desde hace un tiempo, bastante rara. Hay lugares donde impera la ley del más fuerte. En la ciudad, sin embargo, impera la ley del más jeta.

Se ha visto en los días previos a la votación: las hordas amarillas tomaron la ciudad como quisieron, donde quisieron y cuando quisieron, sin que las diversas policías existentes hicieran otra cosa que contenerles cuando les atacaban. El argumento oficial era que protestaban por la sentencia (una sentencia, por cierto, recurrible). En realidad lo que hacían era propaganda independentista tolerada.

Pero esa situación supuestamente excepcional no es la única alteración de la normalidad ciudadana. En Barcelona, si uno le echa un poco de cara dura, se puede aprovechar de muchas situaciones que son igualmente anómalas e igualmente consentidas.

Por ejemplo: es mucho más que frecuente comprobar que hay montones de personas que no pagan en el transporte público: el metro, los trenes de Renfe, los autobuses urbanos, los ferrocarriles catalanes (FGC), el tranvía. Hay otros que pagan, pero a pesar de que su cara evidencia una juventud lozana, emplean la tarjeta rosa del abuelo o de la abuela. Esta situación repetida ¿es normal? Estadísticamente sí.

Los infractores aducen que el transporte público es caro, lo que no es cierto en absoluto. El usuario paga menos del 50% del coste (el resto se financia vía impuestos) y el precio es mucho menor que en ciudades europeas similares: Londres, París, Berlín o Roma (aunque en Roma el tifus del gorrón está también muy extendido). Pueden aducir a su favor que el servicio no es excelente. Y en algunos casos es cierto, pero también es mala la ginebra de garrafón que pueden darles en los fines de semana, y se quejan menos.

El transporte privado no es más cívico. La utilización constante del carril-bus como zona de carga y descarga ha tenido una consecuencia perfectamente previsible: la velocidad media de los autobuses, que debería haber alcanzado al menos los 15 kilómetros por hora, sigue estancada en los 13 km. A esto hay que añadir que el aparcamiento masivo en doble fila, el uso sistemático de las aceras para estacionar motos e incluso coches se han popularizado en Barcelona. Impunemente. Lo normal es hacer lo que uno quiera. Amén.

Lo mismo pasa con el respeto a otras normas de tráfico, como los semáforos. Hace un tiempo, en Madrid había un accidente al que se llamaba “el del catalán”. Se producía cuando alguien frenaba en un semáforo en ámbar (como hay que hacer) en vez de acelerar (como se hace). Lo habitual era que le embistieran por detrás. Ya no es posible respetar el nombre. En Barcelona, son muchos los que aceleran ante la luz ámbar e incluso con la roja. El resultado es el aumento de accidentes mortales. Es la nueva normalidad.

En una mesa redonda celebrada hace unas semanas, un ex concejal de Barcelona sugería que estos problemas sólo se arreglan con educación. No añadió que eso supone aplazar la solución al menos 15 años.

Una cierta izquierda, habitualmente mal informada, sostiene que no hay que aplicar por norma medidas “represivas”. Lo que ocurre es que no aplicarlas tiene como consecuencia directa que los jetas se salgan con la suya en detrimento de los ciudadanos que respetan la ley.

José Luis Jiménez Frontín, excelente escritor que fue temporalmente juez, se exclamaba de lo poco que se atiende a la víctima en el sistema judicial. En la ciudad de Barcelona, a las víctimas ni siquiera se les reconoce que lo sean.