Llevamos más de un mes escuchándolo, replicado en manifestaciones, en escuelas, ateneos, teatros, en la televisión, por supuesto, también en las redes, cómo no, y hasta en el mismo Parlament de Catalunya: “els carrers seran sempre nostres!” Uno de los gritos de batalla más sofisticado y evocativo del particular “octubre rojo catalán” lleva resonando el tiempo que prosiguió aquel famoso domingo a principios de mes. Las calles, ¿serán siempre nuestras? Las que mejor conozco son las de Barcelona, ciudad donde precisamente más ha resonado el lema. ¿Son nuestras ahora?

Sin duda, las personas, al vitorear este sobrecogedor lema, reclaman y reivindican la capacidad de la ciudadanía para inundar las calles y paralizar las ciudades a la hora de posicionarse ante un problema político. Y quizás algo más, y aquí el espíritu de cada quien es libre de volar hacia cualquier escenario. Yo, que me confieso enamorado de este canto, me he permitido el lujo de trasladarme al contexto urbano cotidiano de las principales calles de la ciudad. ¿Son hoy las calles de Barcelona de su ciudadanía, más allá de concentraciones en contextos políticos, deportivos, festivos o extraños?

Durante estos días he tenido el privilegio de acoger en casa a una visita con la que, como corresponde, paseé por la ciudad para mostrársela. Como somos muy osados, hicimos buena parte de estos paseos en bicicleta. Es alucinante las dificultades que te puedes encontrar para poder recorrer Barcelona en bici. La mayor parte del recorrido lo hicimos por la calzada. Los carriles bici tienen una discontinuidad patológica y amarrarla en alguno de los escasos aparcamientos, es una odisea. Aún nos queda mucho que avanzar para lograr un tránsito habitual y seguro en este medio de transporte. Caí en la cuenta, una vez más, que encontrar restaurantes a precios populares en el centro y Eixample es como buscar setas en verano. Las plazas adolecen de actividades colectivas más allá de algunas familias y grupos haciendo picnics en la Ciutadella (por supuesto no en el Park Güell). Incluso los bancos libres y amplios en el centro brillan por su ausencia.

Detener la mirada sobre las calles de la ciudad por un momento, abstrayéndonos de nuestras diligencias habituales, es descubrir una ciudad que acostumbra a ser ajena a ese “nosotros” al que apela el lema. Si miramos las aceras del Eixample vemos fluidos de paseantes que en muchas ocasiones recuerda a los tránsitos de los túneles del metro, rápidos, impersonales, incomunicativos. Aceras, a su vez, repletas de terrazas hosteleras, plazas sin apenas lugares para permanecer, ni tan siquiera para sentarse, más allá de los acotados parques infantiles y algunos márgenes periféricos. Ciutat Vella, especialmente el Gòtic, la Rivera y la Barceloneta están colonizadas por la industria turística; los locales comerciales cada vez están más llenos de franquicias e incluso comienzan a proliferar bloques de vivienda que han cambiado enteros de dueños y sus residentes se han transformado en población flotante (unos 80 bloques comprados por fondos de inversión en este año hasta junio). Sin duda, estos paseos como anfitrión me hay ayudado a repensar aquel grito emocionante desde su óptica más cotidiana y, enseguida, caer en la cuenta de la extrañeza de nuestras calles para la empatía que requiere el ‘nosotros’ que reivindica su propiedad colectiva.

El tránsito de la ciudad merece capítulo aparte. La ciudad tiene multitud de vías en las que son los vehículos los que ocupan cerca del 90% de las anchuras, incluso algunas que son prácticamente autopistas urbanas. La vecindad de les Corts y Sarrià-Sant Gervasi bien pueden dar cuenta de ello en su tramo de Diagonal con los 300.000 vehículos que entran y salen a diario por allí. La Meridiana, pendiente de un plan que la pacifique, conceda espacio a la vida peatonal y reduzca su peligrosidad, hoy más que una avenida, supone una grieta, una marca que divide una ciudad con urgente necesidad de reencontrarse desde el punto de vista comunitario. La Vía Laietana y sus 51.000 vehículos diarios para conectar l’Eixample con el mar en pleno corazón de la ciudad antigua, el Paseo de la Zona Franca, que más que un paseo es la vía rápida que conecta la Ronda Litoral y la del Mig, segregando los barrios de la Marina. La Gran Vía, sus discontinuidades y su escasa densidad cívica, la simulación de cráter de meteorito que ejerce la “plaza” Ildefons Cerdà, la recientemente renombrada plaza de la República (la II española), en la Prosperitat, que apenas deja espacio para conmemorarla, y un largo etcétera de fracturas que, sin duda, dificultan que las comunidades hagan suyos los espacios urbanos para dejar espacio al cada vez más denso tráfico de la ciudad.

El próximo año se cumplirán 50 desde que un célebre filósofo y sociólogo francés llamado Henri Lefebvre publicara uno de los libros más escuchados últimamente en círculos activistas: “El derecho a la ciudad”. En él diagnosticó la hostilidad de las ciudades contemporáneas contra el desarrollo de las comunidades humanas. El proceso de industiralización posterior a la Segunda Guerra Mundial colonizó el ordenamiento urbano hasta tal punto que desplazó las prioridades desde la priorización de los espacios públicos de convivencia hacia la rentabilización de los mismos. Hegemonía del tránsito, privatización de los espacios, control y regulación de los usos, dificultades para permanecer en ellos,… Lefebre entonces reivindicó en su obra la posibilidad de que la ciudadanía volviese a ser dueña de su ciudad mediante la reconquista del espacio por parte de los usos cívicos, comunes, flexibles, de relación, etc. Hoy la ciudad necesita decidir definitivamente hacia dónde transitar. Recuperar sus calles o seguir vendiéndolas. Para que sean siempre nuestras, hace falta aún construir en ellas un pueblo que sepa reconocerse, cuidarse y convivir; que pueda prosperar en comunidad y pueda usar su ciudad para disfrutarla y revindicarse en ella.