Hace tiempo, mucho tiempo, se hablaba del oasis catalán, donde nada pasaba y nunca se oía una voz más alta que otra. Luego se ha ido viendo que no había tal oasis, que en el llamado Principado y en su capital, Barcelona, se daban personajes tan venenosos y vocingleros como en cualquier otra parte de España, de Europa, del mundo. Para comprobarlo basta con ver que algunos de los más ácidos parlamentarios actuales tienen como punto de partida electoral nada más y nada menos que esa misma Barcelona. Porque Barcelona es la circunscripción de Gabriel Rufián, quien ahora dice que será moderado, pero que hasta hace dos días no abría la boca sin insultar. También ha sido elegida por Barcelona Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz del PP más derechista que ha habido desde los tiempos del Aznar más aznarista y especializada en la descalificación del rival que para ella es siempre un enemigo.

En las filas de Ciudadanos, partido que se pretendía de centro moderado, Albert Rivera e Inés Arrimadas no paran de soltar exabruptos cada vez que intervienen. Arrimadas parecía más bien sensata mientras se movía sólo por Barcelona, pero se produjo el trasplante a Madrid y desde entonces todo ha sido un no parar de vinagre, contagiada por un Rivera que dice estar convencido de que en España no hay más constitucionalistas que él y los de Vox. Todo lo demás son bandas y bandadas. Aunque para bandazo bueno, el suyo.

La muchachada de JxC cuenta con una mujer, Laura Borràs, que cuando habla se diría que está contagiada por su tesis doctoral, dedicada a las formas de la locura en la época medieval. No por loca, sino por su arcaizante reaccionarismo. Atrás quedan los tiempos en los que la portavocía del nacionalismo catalán de derechas estaba en manos de Miquel Roca, Josep Antoni Duran Lleida o Carles Campuzano, que incluso hablaban bien en castellano.

En la propia Cataluña, Quim Torra es presidente más por su capacidad para armar barullo que por otras virtudes que alguien le pueda suponer y que él se encarga de ocultar entre salidas extemporáneas.

No es que ellos tengan la exclusiva de la mala baba. Quien más quien menos recuerda a Martínez Pujalte, corrosivo hasta quedarse sin bigote y sin cargo; a Rafael Hernando, agradable en la intimidad e insoportable ante un micrófono. A Pilar Rahola, ahora predicando a la parroquia en TV-3. Y, sobre todo, a Alfonso Guerra, que hizo carrera como martillo de oponentes y luego, cuando se quedó sin ellos, se dedicó a poner a caldo a sus propios correligionarios (con la única excepción de Susana Díaz, él sabrá por qué). De los de Podemos, mejor ni hablar: se destrozan entre sí con más saña de la que emplean contra la derecha.

La tendencia a elegir como portavoces a personas que parecen gozar siendo faltonas, descalificando en vez de dialogando, despreciando en vez de considerando que el rival pueda tener razones propias, es nefasta para la política y, claro está, para la convivencia en general.

No es raro que parte de la población piense que los políticos son todos unos cretinos aprovechados que sólo se mueven por el afán de poder. Es lo que oyen decir cada día a esos mismos políticos.

El espíritu de la intransigencia acaba por cuajar y llega a infectar a las propias afinidades. En Cataluña, los CDR, tras llenar de amarillo los locales de los que no les gustan, se dedican ahora a descalificar a los propios partidos independentistas, arrojando porquería en las puertas de sus sedes. Paralelamente, la ANC y Òmnium repiten aquí y allá que los demás son sólo traidores. Es lo que pasa cuando se promueve el espíritu de la ponzoña, de la que los portavoces de los partidos se han convertido en difusores universales.

Se puede decir que en otras partes también pasa (ahí están Trump, Salvini, Bolsonaro o Boris Johnson) pero empieza a ser urgente erradicar a estos tipos de la política, que no deja de ser la organización de la convivencia buscando armonizar los intereses enfrentados. De la convivencia, no de la supervivencia del más bruto.