Las cosas del trabajo me llevaron, el otro día, a recorrer arriba y abajo la línea del tranvía que une Barcelona con Esplugues, Cornellà, Sant Joan Despí y compañía. Atravesé barrios pijos, llenos de lacitos en las solapas, y barrios más humildes, llenos de jubilados al sol. Atravesé algo que me llenó de maravilla y admiración, ¡calles sin banderas! ¡Ni una! También pasé entre edificios de oficinas, feas cajas de cristal oscuro... Por cierto, ¿a qué arquitecto se le ocurre diseñar un rascacielos de cristal a orillas del Mediterráneo? ¡Dios mío, lo que gastará en aire acondicionado! Ciudades dormitorio, universidades, barrios residenciales, nuevos y viejos barrios, hospitales y residencias, tienduchas de ultramarinos y Mercadonas en los que cabría un campo de fútbol.

A bordo, haciéndome compañía, gentes de toda clase y condición. Estudiantes, consternados todavía por el cálculo diferencial o los efectos de la Ley de Arrendamientos; señoras gordas con el carrito de la compra, hablando a gritos por el teléfono; señoras delgadas, pasadas por la parrilla del ultravioleta, con el maletín del gimnasio, chismorreando sobre Fulanita y Menganita. Había un tipo en pantalón corto, camiseta de tirantes y chancletas comiendo pipas al lado de un oficinista peripuesto y encorbatado. Dos jóvenes con gorra, la visera en el cogote, con su monopatín a cuestas, tecleando cosas en los esmarfones.

Pillé conversaciones en al menos cinco idiomas. El pasaje era una mezcla de todo un poco en el que no faltaba de nada, aderezado por la campanita (tin, tin) con que el tranvía se anuncia allá por donde va. Pieles de todos los colores, toda clase de ideas, ¡tantos problemas!

A través de la ventanilla contemplé la metrópoli. ¡Cuánto ha cambiado! ¡Cuánto ha mejorado! Valgan las admiraciones, también, para exclamar: ¡Cuánto tiene que mejorar todavía! Las tres admiraciones son ciertas, y en todas ellas está presente el fenómeno metropolitano.

Ahora que vienen elecciones, los candidatos, de cualquier signo y tendencia, tendrían que bajar a la calle y comprobar que Barcelona es más que un término municipal. Barcelona es una realidad que abarca, qué sé yo, una docena, más de una veintena de municipios. Con pasear tranvía arriba y abajo o examinar una fotografía aérea hay suficiente para comprobar que su división es artificial. Su futuro depende de aceptar esta realidad y obrar en consecuencia. La política debería tratar con hechos, y no con entelequias, y esta Barcelona que se extiende a lo largo de tantos municipios es, indiscutiblemente, un hecho.

¿Por qué no nos dejamos de tonterías, entonces, y trabajamos en la resolución de esos problemas comunes que podrían solucionarse? El consenso está sobrevalorado, es cierto, pero siempre hay cosas que nos unen.

Por ejemplo, el tranvía.