La seguridad es ya en Barcelona una de las principales preocupaciones de los ciudadanos. El incremento de la inseguridad se ha producido tanto en el ámbito de la delincuencia (que ha crecido más del 6% contando sólo las denuncias presentadas hasta mayo), como en el de la accidentalidad (11 muertos en lo que va de año). Lo habitual es que el aumento de la delincuencia coincida con los periodos de crisis económica: la necesidad, en estos casos, arrastra a algunos a sobrevivir en el límite de la ley. Curiosamente, en la Barcelona de hoy, el incremento de robos, hurtos y agresiones se produce en un momento de bonanza económica. Los accidentes de trafico, en cambio, suben cuando la economía funciona. Se podría decir que es lo que ocurre en la ciudad si no fuera porque casi la mitad de los fallecidos eran peatones. Y ser peatón no tiene relación con la mejora (limitada) del mercado laboral. Así pues hay que buscar una causa distinta de la habitual. En ambos casos.

Quizás tengan algo que ver las declaraciones de no pocos dirigentes políticos sobre el derecho de cada uno a decidir qué leyes son injustas y, por lo tanto, no tienen que ser obedecidas.

Ada Colau se estrenó hace cuatro años en el cargo diciendo exactamente eso: que hay leyes injustas y que no se sentía obligada por ellas. Se refería, sobre todo, a las que provocaban desahucios, pero también a las que prohibían referéndums. En la misma línea, los de Vox creen que no hace falta cumplir las leyes que persiguen la violencia machista o las de la memoria histórica, o el PP se siente con derecho a saltarse las leyes contra la contaminación que provocan los coches. El huido de Waterloo, en cambio, cree que son injustas las leyes que no le permiten hacer lo que quiere y el Jordi Sánchez procesado (no confundir con el actor cómico) sostiene que es injusta una ley que impida bloquear la actuación de una secretaria judicial. Luego están los que se sienten autorizados a pararse en un semáforo en rojo o aparcar en doble fila y, en otro escalón, los que dan por sentado su derecho a traficar con drogas, a robar en la caja fuerte de un hotel o a descerrajar cinco tiros a quien le parezca. Cada uno de estos sujetos tiene una ley que ha decidido que es injusta y que no es necesario cumplir. Si a esto se le añaden discursos como los de la CUP que sostienen que el Estado es un instrumento opresor y generador de violencia al que se puede resistir con la violencia revolucionaria y la desobediencia civil, el resultado está servido: aumenta la inseguridad.

La primera responsabilidad del que infringe la ley es, por supuesto, del que la infringe, pero ya es hora de ampliar el punto de mira. Aunque de modo diferente, el incremento de la inseguridad tiene relación directa con los discursos de políticos que declaran que las leyes no obligan en vez de proponer, como podrían hacerlo, las modificaciones legislativas de las normas que tienen derecho a considerar injustas.

El derecho a incumplir la ley (la objeción de conciencia) se da en los países donde hay dictaduras que ni siquiera contemplan la posibilidad de modificar las leyes aprobadas arbitrariamente. Algo que no ocurre ni en España ni en Cataluña ni en Barcelona. Ninguna ley es inamovible, ni siquiera la Constitución que incluye en sí misma las formas de cambiarla. Y la interpretación de esa ley no es asunto del que la promulgó sino de un poder independiente, el judicial. Por supuesto que éste no siempre funciona adecuadamente. Entre los jueces hay el mismo porcentaje de corruptos e incapaces que entre el resto de la ciudadanía, incluidos periodistas y cargos electos. Pero un corrupto es el que viola la ley en beneficio propio: cualquier ley, incluidas las que no gustan.