Fue sentado en el asiento de emergencia de un Airbus A330-200 de cierta compañía aérea donde me formulé la pregunta. “¿Cuándo comenzó tu relación con Brasil?”, me inquiría mientras contemplaba la terminal 3 del aeropuerto de Guarulhos a través de la ventanilla. Regresaba a Barcelona después de dedicar la segunda quincena de abril a pasear por el sur del país --lindas tierras las de Rio Grande do Sul y Paraná-- y a cumplir con varios compromisos de trabajo en Río de Janeiro y São Paulo. Ahora que mi relación con este país-continente es diaria, me pareció interesante (y casi necesario) situar el inicio de todo. Hasta los veinticinco años, Brasil no tenía un gran significado en mi vida. Lo único que sabía de él era que ocupaba una porción muy considerable de Suramérica, que era una fábrica incesante de genios futbolísticos –Ronaldinho aún hacía maravillas en el Barça--, que se bailaba samba con alegría y se cantaba “bossa nova” con un deje de tristeza, y que había dado algunos grandes artistas del siglo XX –recordaba sobre todo los diseños futuristas de Niemeyer--.

Mi primer contacto real con Brasil surgió de esa clase de fascinación que solo produce lo desconocido. Porque a pesar de acumular no pocos datos sobre el país de Jorge Amado, Pelé y João Gilberto, se trataba de un auténtico desconocido para mí. En aquellos días residía en el barrio de Miraflores de Lima para realizar un reportaje sobre el Perú, que me obligaba a entrevistar a personalidades del ámbito político y empresarial del país andino. Una mañana de invierno tan plomiza como de costumbre, me dirigí con mi compañera de proyecto a las oficinas de Odebrecht en el barrio de San Isidro, para entrevistar a su Country Manager. Por supuesto, la constructora brasileña era uno de los grandes actores empresariales del país con la construcción de grandes infraestructuras que debió obligarles a llenar los bolsillos de muchos de aquellos políticos que yo había entrevistado ya. Su director regional era un brasileño de unos cuarenta y tantos con físico atractivo –era capaz de reconocerlo--, probablemente descendiente de alguna familia emigrada del norte de Europa.  Sentí cierta antipatía por él desde el momento en el que, acompañado de un traductor, abrió la boca para hablarnos con un portugués meloso y siseante plagado de nasalidades y entonado con una timidez que a mi compañera debía resultarle tremendamente seductora, pues observaba a aquel señor con una expresión a medio camino entre la fascinación y la indefensión, como si se supiera a merced de él por el mero hecho de estar interpretando las notas adecuadas. Mi compañera era también una mujer atractiva, con lo cual no pude hacer otra cosa que sentir envidia. Envidia de aquel tipo que hablaba con acento seductor, como debían hablar todos los brasileños –pensé en aquel momento--. Así que desde aquel instante el portugués adquirió en mi imaginario la categoría de idioma potencialmente sensual, y me propuse conocer a la mayor brevedad a una mujer brasileña que supiera corroborar una sospecha: que tal y como me sucedía con el francés, no sería capaz de resistirme a una voz femenina que me susurrara al oído en aquel portugués cantarín y sibilante.

Curiosamente, la mujer que me permitió afirmar con rotundidad que la lengua de Brasil, al igual que el propio país, era profundamente erótico, jamás me susurró al oído. O no lo hizo, al menos, de una manera consciente. La voz que consiguió atraparme salía de los altavoces de mi reproductor de CD y se llamaba Maria Creuza. Cantaba aquella canción archiconocida, Garota de Ipanema, que hablaba de una mujer de belleza tan sublime que quien la contemplaba no podía hacer otra cosa que sentirse solo y triste. Tan inalcanzable era. Como la voz que cantaba aquella letra tan sencilla y a la vez cargada de significado, resumen de todo un país capaz de sobreponerse con alegría exuberante a su innata tristeza –aquella saudade que en Portugal es pura nostalgia y en Brasil símbolo de una intensa joie de vivre que no puede evitarse, que se impone siempre “a pesar de…”. De la violencia, de las desigualdades, de la corrupción, de los mercados y de tantas cosas que azotan a una gente que, “a pesar de” ello sigue bebiendo caipirinhas mientras recita en silencio los versos de Garota de Ipanema, pues de la radio emana la voz de María Creuza, y se trata de algo sagrado que no debe mancillarse.

Evoqué los versos de aquel poema la primera vez que pisé la arena de la playa de Ipanema, en Río de Janeiro, mientras las olas del mar creaban al romper contra la arena una intensa bruma que ofrecía una visión casi mística de los Dos Irmãos y la favela de la Rocinha, esculpida con formas imposible en la ladera del cerro. “Ah, por que estou tão sozinho? / Ah, por que tudo é tão triste?”. Sin embargo, el propio origen de mi tristeza era también una manera de confortarme. “Ah, se ela soubesse / Que quando ela passa / O mundo inteirinho se enche de graça”. Imaginaba los labios de Maria Creuza rozando el micrófono y me sentía tan solo como el protagonista de la canción.  Y fue así, deslizando mis pies sobre la arena fina de Ipanema, donde comencé a aprender una  verdad sobre Brasil que el tiempo y el contacto, cada vez más frecuente, con ese país fascinante no han hecho más que confirmar: Brasil es una cultura erigida por supervivientes que jamás cejan de celebrar una felicidad que es casi irremediable --lo cual a veces me parece una mezcla perfecta entre la ensoñación portuguesa de Pessoa y la inquebrantable vivacidad africana--. Solo los brasileños encuentran una manera de festejar las tristezas y los desengaños, como apuntan los versos de esa otra obra maestra lírica, Vou festejar. “É, o teu castigo / Brigou comigo / Sem ter porquê / Eu vou festejar/ Vou festejar / O teu sofrer / O teu penar”.

Y así sigo caminando por Ipanema, mientras las olas lamen esa playa infinita y las chicas pasean sus cuerpos esculturales sin hacer demasiado caso a las miradas furtivas. Y así sigo soñando que algún día esa Garota de Ipanema,que es Brasil se digne a mirarme, ni que sea de soslayo, para decirme que sí, que puedo formar parte de su vida.