En España tuvieron el acierto de versionar así el título de la película de Arthur Penn que en el original se llamaba La caza, como el segundo largometraje de Carlos Saura, también de 1966.

La historia explica cómo un pequeño y en apariencia pacífico pueblo desata su ira colectiva contra uno de sus vecinos cuando regresa tras escaparse de la cárcel. El instinto más animal se apodera de los lugareños, empeñados en acabar con el fugitivo, un hombre acusado falsamente, pero cuya díscola conducta previa lo convierte en carne de cañón, en el blanco de las frustraciones y la violencia contenida del populacho.

Cuentan que La jauría humana fue mal recibida por el público, incluso por la crítica, porque era la primera vez que los norteamericanos veían retratados sin maquillar, sin edulcorar, los aspectos más deleznables de la naturaleza de una gente que lo tenía todo a favor para ser felices en un periodo posbélico que les permitía ser dueños del mundo y, lo más importante, disfrutar del modelo social más envidiado de la historia de la humanidad.

Poco importaba el desgraciado al que perseguían, ni qué delitos hubiera cometido, si era culpable o no, tampoco el lugar donde se producían los hechos. Lo que plantea esta cinta tan inquietante es al individuo como miembro de un colectivo que se deja arrastrar, que necesita que le conduzcan; es la condición humana, que observada con lupa, provoca cierto espanto.

Me acordé de La jauría cuando el fin de semana pasado cientos de personas se lanzaron a quemar en la hoguera de las redes asociales y los medios de comunicación a Joan Ollé por las acusaciones que publicaba un diario, recogidas de numerosas fuentes, tan ofendidas y presuntamente maltratadas como anónimas.

Al día siguiente fue apartado de su trabajo sin ni siquiera ser oído, sin que haya intervenido la Fiscalía o la policía y sin que existiera tan solo una denuncia formal. En este caso no hay un hombre íntegro, un sheriff como el que da vida Marlon Brando en la película que haya tratado de protegerle de esa manada que en su estampida también se ha llevado por delante a la directora del Institut del Teatre donde trabajaba el reo, culpable, sentenciado y ya galeote de por vida.

Es un ejemplo de libro sobre la intolerancia y el fanatismo que vive entre nosotros. Ver a todo un catedrático de Economía Aplicada y exdiputado –Germà Bel-- condenar al dramaturgo el mismo día de la publicación del reportaje apelando a la “acritud” de sus artículos; o a un actor y productor de éxito –Joel Joan– que ha tardado más de tres décadas en denunciar que el convicto abusó de él cuando tenía 15 años, pero que no se atrevió a explicarlo hasta el lunes pasado; dice poco a favor de la condición humana.

Esos testimonios han desbordado el río de acusaciones y vejaciones públicas de que es objeto el ya exprofesor –no sé si perderá la categoría de dramaturgo, incluso la de intelectual–, que se producen sin freno. Poco importa en realidad si es culpable o no, como ocurre con Charlie Reeves en La jauría humana, lo más importante de esta historia es la imagen de nosotros mismos que nos devuelve el espejo.

No paro de preguntarme estos días qué habría escrito Joan Barril, si aún estuviera entre nosotros, a propósito del linchamiento de su amigo.