Jan Fabre suscita pasiones y arcadas a partes iguales. El polémico dramaturgo belga es un transgresor, según alaba –desde hace años– la crítica teatral: el gran dios contemporáneo para muchos. Su última obra, Mount Olympus, una bacanal que duraba 24 horas, fue todo un éxito en los Teatros del Canal. La gente se plantó ahí, en Madrid, con los tuppers y los sacos de dormir para pasar la noche enroscados en una incómoda butaca mientras veían cómo los actores follaban y bebían –y otras cosas– sobre las tablas. El éxito fue tal que las entradas para ver esta misma obra en el Teatre Lliure el próximo 15 de junio se agotaron –igual que en Madrid– en pocos días. Está claro: la gente quiere estímulos, y Jan Fabre –para bien o para mal– se los da.

Pero para aquel entonces aún no se había desatado la polémica. Ahora mismo el dramaturgo está metido en un buen berenjenal, algo que conocen bien el director del Teatre Lliure, Lluís Pasqual, o el afamado director de cine, Woody Allen. En la era del #MeToo, hay que ir con cuidadito.

El caso es que un buen día de septiembre, 20 artistas de la compañía de Fabre, Troubleyn, publicaron una carta contra el director denunciando su abuso de poder y su acoso sexual. Entre las “confesiones” aseguraban que una vez –delante de otros performers– Fabre le dijo a una mujer: “Eres hermosa pero no tienes cerebro, eres como un pollo sin cabeza". En otra ocasión, a otra de ellas le dijo que estaba “demasiado gorda” y, en otra, insinuó que “estaba embarazada”.

Entonces, cuando la carta vio la luz, Fabre pidió perdón, dijo que no quería ofender a nadie, que ya saben cómo es, y bla bla bla. Pero lo cierto es que a nadie de su círculo próximo le pilló por sorpresa la denuncia. Sus puestas en escena suelen ser intensitas y le gusta llevar a los actores hasta el extremo. De hecho, el controvertido artista plástico ha utilizado sus propios fluidos (sangre y semen) en sus instalaciones y ha sido denunciado por maltrato animal porque lanzó gatos contra las escaleras del ayuntamiento de Amberes durante un rodaje.

Este año, en julio, vino a Barcelona, en el marco del Grec Festival, con su obra Belgian Rules /Belgium Rules que dura cuatro horitas de nada. Yo compré las dos últimas entradas que quedaban. Literal. Y, casualidades de la vida o no, días antes de la obra había estado de vacaciones en Bélgica, así que algunas bromas de su pieza las pillé. Reí un rato. Pero luego mi estómago empezó a rugir. Y sus repetitivas ironías se volvieron abominables. El público ya no soltaba carcajada. ¿No lo capta este hombre? No atrapa, su arte no atrapa. El colmo del aburrimiento llegó con la escena de las cajas. Más de media hora repitiendo lo mismo: actores ejercitándose mientras verbalizaban unas “normas”, una y otra vez las mismas bromas sin gracia. Una pérdida de tiempo, pero la gente sigue yendo a ver sus obras. ¿Sadomasoquismo? Sigamos.

El otro día hubo lío en Girona. Menuda telenovela, de verdad. La compañía de Jan Fabre actuaba en el Teatre de Salt, en el marco del Festival Temporada Alta. Justo cayó en el Día Internacional por la Eliminación de la Violencia de la Mujer. Ironías de la vida. Como la polémica había calado fuerte también por aquí, el director del festival, Salvador Sunyer, dio la posibilidad a los espectadores de devolver su entrada y recuperar el dinero. Unos 40 espectadores –de 300– lo hicieron: las devolvieron. Pero la historia no acabó ahí, porque justo el día de la obra muchos indignados se presentaron a las puertas del teatro bajo la consigna “Paremos a Jan Fabre”, con carteles y gritos. Que se oiga fuerte, oye, que se sepa que la polémica aún no ha terminado.

Ahora Fabre está siendo investigado. En junio, en teoría, traerá a Barcelona su bacanal Mount Olympus. ¿Qué pasará? ¿También devolverán las entradas a quienes ya no las quieran? Es un misterio, por ahora. Recuerdo que, una vez, Jan Fabre dijo que esperaba que su arte fuera "incómodo”. En otra ocasión, confesó que quería “romper la dictadura del tiempo”. Pues, bueno, suerte con eso. Y con lo otro.