Antes, la izquierda se distinguía por su sentido crítico e incluso autocrítico. No confundir con las autocríticas de los años 30 en la Unión Soviética de Stalin. A finales de los sesenta aún eran recordadas y los militantes comunistas con sentido del humor a veces ironizaban diciéndole a un camarada: “O te haces una autocrítica o te la hacemos”. Una autocrítica podía resultar muy dolorosa. Pierre Broué lo dejó claro en un libro, Los procesos de Moscú,  y Maurice Merleau-Ponty escribió un ensayo a partir de las confesiones de Bujarín, que tituló significativamente Humanismo y terror. Vale la pena releerlos de vez en cuando.

Tal memoria dejaron aquellas críticas y autocríticas que la izquierda de hoy parece haber renunciado incluso al espíritu crítico. Y eso es fatal: la derecha puede vanagloriarse de lo que quiera. Todo lo hace bien porque, en no pocos casos, cuenta con la bendición de dios (vía obispos) y lo hace todo por la patria. Como son dos absolutos, no hay que justificar que sus acciones provocan el bien y sólo el bien. En cambio la izquierda tiene como objetivo mejorar las condiciones de vida materiales de la mayoría de la población, los menos favorecidos en el reparto de la riqueza, gente, al fin, de carne y hueso. Y eso admite contrastes evidentes. Las decisiones de la izquierda pueden ser medidas y el grado de bienestar o malestar producido, verificado. No cabe recurrir a dios porque se supone que este mundo lo ha hecho él tal como es y no es cosa de darle las gracias por la miseria existente. Más bien, se trataría de pedirle responsabilidades.

El caso es, pues, que la izquierda no es ya autocrítica. Lo cual puede llevar a alguien a preguntarse si sigue siendo de izquierdas. Por si se quiere un ejemplo de la admiración que cierta izquierda siente, a imitación de la derecha, por el propio ombligo, ahí está la entrevista que hace unos días le hizo la excelente periodista que es Pepa Bueno a Ada Colau, alcaldesa de Barcelona. Le preguntó qué había hecho mal la izquierda para que en Madrid tanta gente hubiera terminado votando a una derecha tan derechista como la que representa Isabel Díaz Ayuso. La respuesta de Colau fue de la divagación a la lista de elementos criticables en el discurso de la dirigente del Partido Popular. Moraleja: la izquierda no hizo nada mal. La culpa fue del rival que se puso en plan demagogo y convenció al personal que, por lo visto, se deja convencer muy fácilmente con cualquier falacia. Se podría decir que la izquierda no fue capaz de desmontar la demagogia ayusista, pero sería reconocer que hizo algo mal. Y eso nunca. Como decía un castizo: antes morir que perder la vida.

Dado que no se cometen errores, no hay manera de corregirlos. Si hay gente que se empeña en percibir algunas decisiones como errores de bulto que empeoran o al menos no mejoran las condiciones de vida de los más pobres, resulta evidente que el problema está en la gente. El mando no se equivoca jamás.

Los mandos de la derecha no pueden equivocarse porque lo son por la gracia divina, digan lo que digan las urnas. Los mandos democráticos, en cambio, tienden a cometer los mismos errores que, por ejemplo, los médicos. Sólo que los errores médicos son enterrados y los de los políticos (como los de los periodistas) se publican y quedan expuestos al ridículo y la crítica. De ahí que conviniera recuperar el espíritu crítico de la izquierda. Reconocer de vez en cuando que algo se hace mal, aunque se tengan muy buenas intenciones. Aunque, claro, eso sería reconocer que el mando es humano, como todos los demás. Y en estos tiempos, la izquierda anda, no a la búsqueda de un programa de actuación en el gobierno, sino de un líder sobrenatural que atraiga al personal. Un líder, eso es lo que importa. Pero la figura del líder es lo más contrario que pueda haber al pensamiento de izquierdas que es, o debería ser, profundamente colectivo.

Quizás porque se trata de potenciar la figura del líder, en el Ayuntamiento de Barcelona se promociona con insistencia a Ada Colau y pasa desapercibido Joan Subirats. Se comprende que se trate de ocultar la labor de Collboni; después de todo, aunque aliado, es un rival de los comunes. Resulta más difícil comprender el ninguneo a una de las mejores cabezas del equipo de gobierno. Igual se debe a que procede de una izquierda que sabe lo que es la crítica y la autocrítica. ¡Dios nos libre!