Una de las virtudes de la epidemia es haber puesto de relieve la ineficacia de la estructura política española. Sobre todo, la autonómica. Al margen de que el gobierno de Joaquim Torra esté por otra cosa, es la propia estructura de poder territorial la que resulta manifiestamente obsoleta. La historia será lo que haya sido, pero no tiene ningún sentido vivir como rehenes del pasado. La distribución demográfica de Cataluña, con casi toda la población volcada en el litoral, exige que este continuo urbano tenga un poder que no tiene. Un poder que emerja de la región metropolitana.

Barcelona, la Barcelona real, que va, como poco, desde Blanes hasta El Vendrell, ha tenido que lidiar con la pandemia sin poder sanitario y sin voz ni voto en la organización médica y asistencial. Y así le ha ido: fatal. Y por motivos muy diferentes a los de Madrid, una autonomía uniprovincial que no tiene que administrar a la vez conurbaciones como la región metropolitana barcelonesa junto a territorios semidesiertos y alejados como los del interior y la montaña, que exigen tratamientos muy dispares.

La distribución política catalana se basa, dicen sus defensores, en la historia; también los independentistas esgrimen argumentos históricos para reclamar un Estado catalán. No se aguanta. La Cataluña de hoy no tiene nada que ver con la de 1714, ni siquiera con la de hace casi un siglo, cuando se procedió a la división comarcal hoy vigente. En los años treinta, Pau Vila tomó como unidad territorial la comarca: el entorno de una ciudad con mercado al que se podía ir y volver en el día desde los pueblos cercanos. Con ese criterio y el coche, toda Cataluña es hoy una comarca de Barcelona (su mercado principal).

Algunos independentistas han ironizado sobre la decisión del gobierno central de utilizar las provincias como criterio de movilidad tras la pandemia. La división provincial es de 1833, un antigualla, dicen. Pero no tienen empacho alguno en reclamar la vuelta a 1714 que, salvo error u omisión, es una fecha anterior.

Que Barcelona y su entorno metropolitano haya sido una de las zonas con mayor expansión del virus se explica, en primer lugar, por la densidad de población. Pero no sólo: también por los recortes en la sanidad pública llevados a cabo por Artur Mas y Carles Puigdemont, antecesores Joaquim Torra, y  por la nula capacidad de decisión del territorio real (los municipios metropolitanos) sobre lo que en él ocurría.

Hace un tiempo que el gobierno catalán procedió a quebrar la unidad entre servicios hospitalarios y servicios sociales, sobre todo en la región metropolitana. La altísima mortalidad en las residencias tiene ahí una de sus causas directas. Rota la unidad familiar tradicional que consideraba a los hijos el plan de pensiones de los padres cuando envejecían, los ancianos se han quedado sin protección y cuando se convierten en desvalidos necesitan ayuda en el quehacer cotidiano. Los hijos, si viven cerca, trabajan en jornadas completas y mal pagadas. La solución es una residencia. Públicas hay muy pocas y con listas de espera que no se adaptan a la necesidad de los ancianos. Las otras son privadas, porque los gobiernos catalanes de derechas las han convertido en un buen negocio para sus amigos. En las pequeñas poblaciones, los viejos no pierden sus referencias; su movilidad, por reducida que sea, les permite mucho más que a quienes tienen que subir y bajar escaleras de metro o cruzar anchas avenidas con semáforos cortos. Para no hablar de las veces en las que, tras una operación grave, la persona es remitida desde el hospital a su casa donde vive en la más absoluta soledad. Nada de esto lo está solucionando el Gobierno catalán. A lo sumo, los ayuntamientos hacen lo que pueden con unas Haciendas disminuidas frente al resto de administraciones.

Son sólo pinceladas que ponen de relieve que la organización política catalana y española necesita cambios. Una reforma territorial de carácter federal y que de un papel relevante a las ciudades.

Cuando se mira hacia Alemania vale la pena tener presente que allí la federación la forman estados y ciudades (Hamburgo y Bremen tienen aún un papel específico). Las ciudades, es decir, los lugares con más habitantes, necesitan más poder. A la historia, que le den. Aunque resulte duro oírlo, sólo la pueblan los muertos. Hay que respetarlos, pero son mucho más importantes los vivos.