En mi barrio hay un bar regentado por un matrimonio chino, como tantos otros bares de Barcelona. Uno gallego, uno asturiano, una tasca de toda la vida… Muchos antiguos propietarios, al jubilarse, lo han vendido a inmigrantes de origen asiático, que trabajando de sol a sol van saliendo adelante como pueden. Pues el matrimonio que decía, después de muchos años sin vacaciones ni fines de semana, viajó a su tierra para celebrar el Año Nuevo chino. ¡Por fin una merecida pausa! Casi con orgullo, colgaron el letrero de «Cerrado por vacaciones».

Hasta la fecha, no habían cerrado un día, ya les digo, pero a poco de regresar de tan merecido descanso, las noticias que llegaban de Wuhan comenzaron a adquirir protagonismo. En China se había desatado una epidemia. Los parroquianos comenzaron a tomarles el pelo, a hacer bromas… Entre las noticias que llegaban por ahí y las crueles chanzas de los clientes habituales, los propietarios del bar se asustaron y decidieron tomar precauciones. 

Hace unos días, pasé por delante y descubrí que habían cerrado el bar. Habían colgado un letrero anunciando que cerraban a causa del coronavirus. Decía la nota que era un aislamiento «voluntario», por precaución, y anunciaban su regreso para la segunda semana de marzo. Pensé en lo mucho que tendrían que haber oído y sufrido para decidirse a tomar esta medida sin necesidad alguna. También pensé si ésa era la mejor publicidad para el bar.

La historia no acaba aquí. Al día siguiente, volví a pasar por delante del bar. La fecha de reobertura había sido tapada por un adhesivo que decía: «A Catalunya en català!», sin coma, por cierto. Maldita la gracia, pensé. Qué manera de joder a los pobres chinos. Una prueba más de que vamos sobrados de estupidez. La pregunta de rigor es: ¿Hay vacuna para esto?

No. Ni exista ni creo posible que pueda existir. El mundo está regido por el azar y la estupidez, dijo Nietzsche. Temo que acertó de lleno con este aforismo, y sólo hay que echar un vistazo a la portada de los periódicos.

En fin, esta anécdota es la puntita del iceberg. Así están las cosas en Barcelona. La historia tiene de todo. Contemplamos el duro trabajo de los recién llegados y el trato que reciben de nosotros. También contiene dosis de un alarmismo que irá a más, azuzado por los medios de comunicación y algunos irresponsables. Contiene, por cierto, una expresión en apariencia inofensiva de un etnicismo supremacista muy feo. 

Sobre esto último, imagino a un indígena entrando en una tasca y ordenar «una truita de badocs i uns festucs amb un xarrup de ratafia per obrir la gana». El camarero, que no es indígena, sino un forastero que todavía tiene polvo de su tierra en la suela de sus zapatos, responde con un inevitable «¿Mande?». Lo que sucede a continuación es tristemente predecible y se ha puesto de moda en las redes sociales. Sucede un linchamiento del forastero en cuestión, por no saber interpretar correctamente la lengua indígena. Se ensalza la propia superioridad moral y étnica y se denigra e insulta al recién llegado. El empleador, ante una campaña de extorsión en marcha y amenaza de multa, se humilla a pedir disculpas en público, asegurando que no quería ofender a los indígenas, no, por Dios. A nadie le preocupa que la víctima de esta conjura sea un pobre desgraciado que bastantes trabajos tiene para sobrevivir. La horda que lo acosa, en cambio, está acostumbrada a marcar las distancias con los pobres, dígase suavemente.

Es justo señalar, a estas alturas de la exposición, que los acérrimos defensores del «nogensmenys» suelen cometer atrocidades ortográficas y gramaticales cuando escriben en su lengua indígena esos agresivos pasquines. Algunas hacen daño a la vista. Pero más justo todavía será señalar que quienes obran así provocan rechazo en las personas que pretenden aleccionar y en vez de promocionar lo que dicen amar tanto no hacen más que sembrar rencores.

Si el bar de los chinos estuviera en la Meridiana, la historia hubiera sido redonda. Pero lo de la Meridiana es otra historia.