El pasado 5 de mayo fue el 200º aniversario de la muerte de Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Helena. A las seis menos veinte de la tarde, quien fuera Su Majestad Imperial Napoleón I, por la gracia de Dios y la voluntad de la nación, Emperador de Francia, Rey de Italia, Protector de la Confederación del Rin, Mediador de la Confederación Suiza y copríncipe de Andorra, ahí queda eso, la diñó después de una larga agonía. La pandemia de las narices ha impedido celebrar este bicentenario con la grandeur, la gloire y las fanfarrias que merece, y la corrección política considera que la conmemoración está fuera de lugar porque la afición de algunos al presentismo es apabullante. Otro día hablaremos de ella.

La noticia de la muerte del Corso llegó a Barcelona casi al mismo tiempo que el Gran Turco, un buque que venía de hacer las Américas. En aquel entonces, algunas familias barcelonesas comenzaban a labrar su fortuna con el tráfico de esclavos y el comercio con Cuba. Y de Cuba precisamente venía el Gran Turco. Había desembarcado algunas mercancías en Málaga y, a finales de junio de 1821, atracó en los muelles de la Barceloneta. De su historia les hablaré hoy y verán que nuestro ayer guarda semejanzas con nuestro hoy.

El patrón de ese velero había tirado por la borda los cuerpos de varios marinos afectados por el vómito negro de camino a España. El vómito negro era el nombre que le daban a la fiebre amarilla en Cuba. Es inexplicable la negligencia de la Capitanía General de Málaga, que había conocido una devastadora epidemia de fiebre amarilla en 1804 y no detectó el peligro que suponía el Gran Turco. Pero la negligencia de las autoridades portuarias de Barcelona también tuvo su qué. Un despiste lo tiene cualquiera, me dirán, pero el asunto se nos escapó de las manos.

A mediados de julio, la fiebre amarilla asolaba la Barceloneta. El 2 de agosto, se acordonó el barrio y se abandonó a su suerte, dándolo por perdido. Pero la peste saltó el cordón militar y pronto campó a sus anchas por la ciudad. Cundió el pánico. El capitán general, don Pedro Villacampa y Maza de Linaza, tomó las de Villadiego. Lo mismo hicieron la mayoría de familias burguesas, que buscaron cobijo en sus residencias campestres, lo que me recuerda que, durante el confinamiento, la Cerdaña y la Costa Brava… Los más pobres se echaron al monte y vivieron al raso en los bosques de Montjuic, aterrorizados y desesperados.

En cambio, el señor alcalde de aquel entonces, un liberal aficionado a la numismática, solsonés de origen, don José Mariano de Cabanes y de Escofet, o en Josep Marià de Cabanes i d’Escofet, pues aparece en las crónicas tanto así como asá… El señor alcalde, como decía, se quedó en Barcelona, al pie del cañón. Y con él se quedaron los médicos, los boticarios y farmacéuticos, la policía y tres mil milicianos. La peste se llevó a la mitad de ellos, pero se evitaron disturbios, incendios y saqueos y los enfermos recibieron los pocos cuidados que les podía proporcionar la medicina de aquel entonces.

La epidemia remitió poco a poco hasta desaparecer en noviembre. La fiebre amarilla de Barcelona de 1821 dejó más de seis mil muertos, aunque algunas fuentes aseguran que fueron el doble. A ojo, se llevó por delante al 6% de los barceloneses.

La negligencia de las autoridades permitió que el puerto de Barcelona siguiera abierto hasta septiembre. Los barcos procedentes de Barcelona provocaron focos de fiebre amarilla en Salou, Tarragona, Tortosa y las Islas Baleares, que también se cobraron miles de vidas. A la vista del estropicio, en Madrid confinaron a los catalanes y prohibieron las corridas de toros, y los franceses cerraron la frontera.

Un desastre, se mire como se mire.

Poco sabemos de una de las más terribles epidemias que atacó Barcelona hace doscientos años. Sólo una placa en el barrio de la Vila Gràcia nos sirve de recuerdo. Pero en esta historia está todo lo que sería Barcelona después, y sigue siendo ahora. No se entiende el Ensanche, ni la oposición que tuvo el mismo, sin estos orígenes donde se mezclan los nuevos ricos, las viejas formas de gobernar, la desigualdad social o la corrupción, que no hacen más daño porque siempre habrá algún abnegado funcionario o empleado público que, dándolo todo, aguanta firme al pie del cañón y…

Ay… Es que me he puesto épico, añorando la gloire y la grandeur del gabacho que finó doscientos años antes. Perdonen ustedes el final de la historia y aténganse a la realidad.