Los colegios tendrán delante plazas pacificadas y, en sus entornos, coches y motos no podrán superar los 30 kilómetros por hora; algunas de las principales calles de la ciudad vivirán días sin tráfico; la contaminación descenderá y todos respirarán como si estuvieran conectados a una bombona de oxígeno. ¿Cuándo? Una canción de los años sesenta sostenía que “cuando llegue septiembre todo será maravilloso”. En Barcelona, sin embargo, no hay fecha precisa para alcanzar el paraíso. Generalitat y Ayuntamiento, los dos gobiernos (es un decir) más directos que gestionan la ciudad, han decidido que en vez de gobernar se dedicarán a hacer recomendaciones, fiando la cosa pública a la buena voluntad de los ciudadanos. Sólo un asunto queda al margen de este voluntariado virtuoso: el cobro de impuestos, no fuera a ser que en ello se demostrara que Rousseau no tenía razón y que, cuando puede, el hombre (y la mujer) barre para su casa y le importa un rábano el bien común.

La pasada semana el consistorio que preside Ada Colau declaró la emergencia climática en Barcelona. Sin medidas complementarias. Igual que hace el ejecutivo ejecutado de Joaquim Torra, las decisiones se trasladan a la ciudadanía, confiando en que ésta hará lo que tiene que hacer, incluso si por lo que sea le perjudica. Así, si no lo hace, sólo se puede reclamar al propio espejo.

Decisiones no se toman, pero promesas se hacen a mogollón. En Barcelona, las aceras tenía que ser de los peatones, pero son de los patinetes, las bicicletas, las motos, los coches y hasta las furgonetas de reparto. Los autobuses iban a mejorar su velocidad gracias al respeto a los carriles segregados para el transporte público. Carriles que se han convertido en una zona continua de carga y descarga. Zonas 30 hay un montón, otro asunto es que se respeten.

Ahora llegan los anuncios de nuevas calles pacificadas. Igual sí se aplican, pero también podría ser que se optara por la solución de vetar el tráfico de coches que contaminan en exceso: cuando tenga que aplicarse la norma, se aprueba una moratoria y se pide al personal que “por favor” se comporte de maravilla. ¡Cómo si la población no llevara meses advertida! ¡Cómo si no se hubiera visto que todo el mundo encuentra una excusa que justifique la medida, salvo para el vehículo propio!

A todo esto van cayendo días y semanas. Para algunos, definitivamente. Ya se sabe que el tiempo de la administración no es el de la vida. Los gobiernos no mueren; los ciudadanos, sí. Por eso se pueden ocupar las calles con obras que duran meses e incluso años. A la administración no le afecta; al ciudadano, sí. Por eso se puede prometer un futuro alborozado que para muchos ciudadanos llegará (si llega) cuando ya se hayan muerto. Porque es una obviedad decirlo, pero hay gente que se muere sin que le llegue la línea de metro que les prometieron (por ejemplo, la 9, proyectada desde 2002 y aún sin fecha de finalización) o, para referirse al consistorio actual, vive hoy sin que poder salir de casa con un carrito (de niño o de la compra) porque la estrecha acera está atestada de vehículos, o no puede dormir en verano con la ventana abierta porque los ruidos de motos y vehículos paramunicipales los despiertan a cada instante. Lo de la ventana cerrada por el ruido parecerá una tontería, pero es la causa principal de que haya tantos aires acondicionados en las casas. Aires acondicionados que contaminan un montón y un poco más.

Paralelamente al aplazamiento de medidas en la ciudad, los responsables del ayuntamiento se quejan de lo que contaminan barcos y aviones. Bien está, pero no estaría de más que, al mismo tiempo que se quejan de lo que depende de otros, se ocuparan de lo que depende de ellos. A veces para entender ciertos comportamientos sirven los evangelios: hay quien ve la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. O quizás no le importe porque, en realidad, el ojo no es tanto el propio como el del ciudadano: ese ser beatífico que todo lo hace bien, salvo cuando se queja.