Los barceloneses acaban de calificar a su ayuntamiento con un 5´7, la nota más baja en una década. Y llueve sobre mojado: hace unos días, una encuesta arrojó un resultado no muy edificante sobre lo que piensan de su querida ciudad quienes habitan en ella; resultó que un 30% de los barceloneses se irían encantados de aquí si supieran cómo y a dónde (a mí no me preguntaron, pero me incluyo por mi cuenta en ese porcentaje). Eso es algo que no había sucedido nunca. Por regla general –sobre todo, a partir de los años de la euforia olímpica–, los barceloneses encuestados manifestaban por su ciudad un amor sin fisuras y, si me lo permiten, rayano en el fanatismo. Parecía que no había en el mundo una ciudad mejor. Mientras los nacionalistas reclutaban para su causa a menos de la mitad de la población catalana, el barcelonismo (y no el futbolístico, aunque también) era un sentimiento de orgullo y satisfacción muy extendido. Ahora las cosas han cambiado, y casi la tercera parte de los barceloneses manifiesta su deseo de poner pies en polvorosa. ¿Qué ha pasado?

Por la cuenta que le trae, el Ayuntamiento le echa la culpa de este desamor a la pandemia o a las crisis económicas. Puede que algo de eso haya, pero aquí todo el mundo tiene su teoría y yo no voy a ser menos. La mía es que, entre los nacionalistas en el gobierno regional (que siempre le han tenido manía a una ciudad demasiado grande para un paisito muy pequeño y la han disimulado haciendo como que intentaban convertirla en la capital de una nación milenaria, aunque sin estado) y los comunes en el Ayuntamiento (con su prepotencia al aplicar sus ideas de bombero, su urbanismo táctico con súper islas, su desinterés por la cultura y demás desgracias) han convertido esta ciudad en algo que no es ni chicha ni limoná, en un sitio asediado por la gentrificación con alquileres imposibles, represión de la actividad económica, desmotivación de iniciativas creativas y ruralización patriótica de la otrora pujante vida urbana.

La gentrificación, lógicamente, llegó antes a ciudades como Londres, París o Nueva York, convertidas en auténticos asaltos en descampado donde no hay quien viva si no tienes una cuenta corriente especialmente saneada, pero esto también está ocurriendo en Barcelona desde hace unos años. Con la diferencia de que lo que te dan París, Londres y Nueva York a cambio de vaciarte la cartera resulta bastante más estimulante que lo que te ofrece Barcelona, que no va mucho más allá de playa, cerveza y un buen tiempo que ni siquiera es responsabilidad del Ayuntamiento. Ante tales circunstancias –añadamos la progresiva irrelevancia en que se va sumiendo la ciudad gracias a los esfuerzos combinados de lazis y comunes, cada uno cagándola a su peculiar manera–, no es de extrañar que la tercera parte de nuestros conciudadanos (incluyéndome a mí) deseen tomar las de Villadiego en cuanto se les presente la ocasión: ya empieza a tener lugar la fuga, siguiendo el ejemplo neoyorquino, a sitios más baratos como Sabadell y Terrassa, en una parodia involuntaria de quienes abandonan Manhattan para refugiarse en Harlem o, directamente, en pueblos de Nueva Jersey, al otro lado del Hudson.

¿Hay algún mensaje oficial para los dimisionarios de Barcelona? No me lo parece. Los comunes le echan la culpa a la pandemia. Los lazis, dado su amor a lo rural, puede hasta que aplaudan al barcelonés que se traslada a vivir a Picamoixons o incluso a Vilamerda de l´Arquebisbe. Yo no me muevo de aquí porque tengo una edad y un alquiler que me puedo permitir y porque, cual ave de rapiña, me gano la vida comentando los disparates de lazis, comunes y demás personal de derribo que ha convertido mi querida ciudad en esta mezcla de Williamsburg y Lloret de Mar que como decorado no está mal, aunque sería deseable que se representara en él alguna obra.

A efectos prácticos, el 30% de los barceloneses están a disgusto en su ciudad, pero no parece que eso les quite el sueño a nuestras autoridades municipales y autonómicas, conscientes ambas de que, como niños malcriados, nos quejamos de vicio.