Hace unos años, una universidad hizo un experimento de psicología social. Puso a pedir a un mendigo con un bebé en brazos y a otro con un cachorro de perro, para medir la reacción del público. El mendigo que empleaba el cachorrito despertó más simpatía, provocó más lástima y se llevó muchas más limosnas que el mendigo que empleaba un bebé para mover a compasión. Los autores del estudio no amagaron su sorpresa, pero apuntaron algunas teorías. El bebé, decían, provoca incomodidad, pues enfrenta al público con una realidad social que prefiere evitar; el cachorrito, en cambio, propone una satisfacción sentimental que resulta inmediata e inofensiva, pues evita compromisos morales.

Hace unos días, este mismo medio publicó una noticia sobre los mendigos que piden limosna con el auxilio de perros, posiblemente drogados, en las calles de Barcelona. La pueden leer aquí [ver aquí]. Me llama la atención que se movieran varias organizaciones en defensa de los animales, pero que en ningún momento se planteasen preguntas más comprometidas sobre los mendigos. No digo que no se estén planteando; sólo digo que no parecen interesantes. Porque una red de mendicidad implica una explotación de personas (repito, personas) y es el síntoma de muchas cuestiones que nuestra sociedad no sabe, no puede o simplemente no quiere responder. La pobreza extrema es una realidad en Barcelona, en Cataluña como en el resto de España, en el mundo desarrollado en general, que procura ocultarse tras un tupido velo de indiferencia y silencio. Peor todavía, es examinado desde la gazmoñería y la cursilería sentimental.

Recordaré la definición de «gazmoño» que nos regala la RAE: «Que afecta devoción, escrúpulos y virtudes que no tiene». La gazmoñería está íntimamente ligada con la cursilería, hasta casi confundirse, especialmente en el terreno moral. Nace un sentimentalismo que aparenta elegancia, riqueza o refinamiento (miren en el diccionario de la RAE), pero que, en verdad, es pretencioso y de mal gusto. Es el gran vicio de nuestros tiempos.

Todos, y quiero decir TODOS (perdón por las mayúsculas) hemos sufrido o sufriremos algún arrebato de sentimentalismo propicio a un ataque de gazmoñería y cursilería. Luego procuraremos olvidarlo, agobiados por la vergüenza. Pero en el terreno de la política, de lo público, nos debemos al imperio de la razón y no podemos permitirnos gazmoñerías, cursilerías y sentimentalismos, porque forman el abono de las tiranías.

Así que un representante público se me pone gazmoño, o cursi, me aparto y pongo en guardia. En los últimos años, la señora Colau me ha proporcionado algunos interesantes ejemplos, pero la menciono porque es mi alcaldesa, no porque sea la única. A izquierda y derecha, en la política abundan las gazmoñerías, lo que no puede ser ni es bueno.

En Cataluña, por desgracia, sufrimos la tiranía de la gazmoñería. El procesismo es la manifestación de la gazmoñería más peligrosa, la que establece distinciones entre un sublime «nosotros» y un nefasto «ellos». Es un elemento de agitación popular que desvía la atención sobre la inoperancia, la ineptitud, la corrupción y el desmantelamiento sistemático de un sistema público de protección y promoción de la salud, la educación o el bienestar.

Es una redundancia señalar que el victimismo o la indignación es una forma de gazmoñería, pues no sólo aleja toda responsabilidad moral, sino que se autoproclama moralmente superior con la única garantía de los sentimientos de lástima que provoca. También son formas de gazmoñería o cursilería los esencialismos nacionales, religiosos, identitarios o políticos, y son estas cursiladas las que han puesto, antes y ahora, las sociedades abiertas, progresistas y democráticas en peligro. Trump, el Brexit, el auge de los populismos y de la extrema derecha en Europa, el procesismo como caso singular de este auge, los tics autoritarios amagados detrás de tantas siglas o banderas, tantas tonterías, nos están haciendo mucho daño.

Así que ojo con tanto azúcar, que no sé si habrá insulina para todos.