El comercio minorista vive desde hace décadas una transformación radical que pone en peligro su propia existencia. Primero fueron las grandes superficies, más tarde los supermercados, para llegar después a la polémica –efímera-- de los horarios y acabar en lo que aparece como la última amenaza acentuada por la lucha contra el coronavirus: la compra a distancia y la entrega a domicilio; el delivery.

Barcelona cuenta con una estupenda red de 39 mercados municipales de alimentación con capacidad para dar servicio a una buena parte de los ciudadanos. Sin embargo, su retroceso frente a otros formatos comerciales es clarísimo; solo hay que pasear por cualquiera de ellos para comprobar cómo se encadenan los cierres de tiendas, una imagen que recuerda el espectáculo de los bajos de la ciudad con las persianas bajadas.

En paralelo, las cadenas de supermercados no paran de crecer. Incluso se instalan en las cercanías de las plazas de abastos como si fueran una falsa oferta complementaria.

El consistorio de la ciudad, tan intervencionista en otros terrenos, en este es de un liberalismo sorprendente: concede licencias de obras y de actividad a grandes marcas sin freno. Y no me refiero a los acoplamientos de ambas fórmulas, al estilo de El Ninot o Sant Antoni, sino a competencia abierta y al 100%, a cara de perro, como va a ocurrir en Sagrada Familia a partir de diciembre.

Y, en un nuevo gesto contradictorio, el ayuntamiento se dispone a invertir casi tres millones de euros en una plataforma online que dé soporte a la oferta de las 2.000 tiendas que albergan los 39 mercados municipales para que los barceloneses puedan comprar sin moverse de casa. El proyecto, que se estrenará en primavera, parece atractivo.

Solo hace falta que sea suficientemente accesible desde el punto de vista tecnológico para los tenderos y que estos entiendan que internet es necesario, pero no suficiente para garantizar el futuro de sus negocios. Desde el punto de vista del consumidor, la clave está en la confianza. Si no abandonan la mentalidad del viejo botiguer, tan desconfiado y listillo como un campesino, serán incapaces de seguir adelante. No basta con llevar los productos a casa del comprador, hay que dar un buen servicio sin colarle artículos tocados ni yogures con la fecha de caducidad borrada, por ejemplo. La merma es para el comerciante, no para el que paga. Uno de los secretos del fenómeno Amazon radica precisamente en su capacidad para dejar en manos del cliente la última palabra. Y, por supuesto, que no tenga que tragarse nunca la sensación de que le han timado.