Barcelona regresa, poco a poco, a la normalidad. A la llamada “nueva normalidad”, con autónomos y pequeñas empresas muy tocados por la crisis del coronavirus. Nada será igual y la recuperación de muchos sectores, sobre todo los relacionados con el turismo, será lenta y costosa.

La movilidad, como ha constatado la pandemia, es imprescindible para el desarrollo económico de cualquier metrópoli. Para el progreso. Barcelona precisa un debate serio y profundo, con todos los sectores y agentes implicados, después de mucha demagogia y discursos apocalípticos. Asfixiar la circulación de vehículos motorizados no parece ser el mejor remedio para una ciudad que vive, en gran parte, del sector terciario.

La convivencia entre coches, motos, bicicletas, patinetes y personas es posible. Las prohibiciones pueden tener un efecto disuasorio a corto plazo, pero no resuelven el problema. Al contrario. Muchos carriles que se han pintado en el Eixample apenas son utilizados por los peatones y, en cambio, ralentizan la circulación en los días laborales. La medida puede tener un efecto bumerán a corto plazo. Otra cosa es concienciar a conductores de la conveniencia de prescindir del vehículo privado para circular por el centro de Barcelona.

Los barceloneses quieren una movilidad más flexible. 2020 será un año horrible para el transporte público, que también precisa mejoras en la red de metro y bus para ganar nuevos adeptos. La moto eléctrica, no muy bien vista por el gobierno municipal, también puede ser una buena solución, pero su implementación será gradual.

Bares, restaurantes y comercios de todo tipo, mientras, cogen carrerilla. Necesitarán mucho impulso. Las terrazas, de momento, están llenas, constatación de que forman parte del adn de los barceloneses, por mucho que le duela a Colau, Gala Pin y compañía. La rebaja de las tasas era de Perogrullo, y mucho más después de una subida abusiva que soliviantó a los restauradores. Más incertidumbres tienen los comercios, castigados también por la caída del consumo y la ausencia de turistas.

Sin turistas, Barcelona sufre mucho. Los barceloneses han vuelto al frente marítimo, pero muchos negocios palidecen. La Rambla es otra cosa y el mercado de la Boqueria, construido en el siglo XIX, busca fórmulas imaginativas para reinventarse. El futuro pasa por la venta online y por campañas de atracción a los barceloneses.

Barcelona, en un momento tan crucial como el actual, debe ser ambiciosa. Pensar a lo grande. El turismo familiar, el cultural y el de congresos y feria nunca molesta. Otra cosa es el turismo de borrachera. Barcelona tiene que definir qué modelo quiere. En juego está el futuro económico de una urbe que debe ampliar sus miras y fronteras, más allá de sus 10 distritos, y pensar en una potente área metropolitana.