¿Cuál es el futuro de Barcelona? Dicho de otra manera: ¿qué proyectan para la ciudad las autoridades municipales? Es difícil saberlo. Se diría que el equipo de Ada Colau va poniendo parches allí donde cree que hay una fuga, pero sin un horizonte claro. Y es que Barcelona carece de proyecto de futuro desde que Jordi Hereu dejara la alcaldía. La etapa de Xavier Trias fue de pura gestión de lo iniciado y de freno para cualquier proyecto no iniciado. La de Colau ha sido la de la negación: no a esto y no a lo otro. Se rechazan modelos preexistentes, quizás con buenos motivos, pero no se propone nada en su lugar.

Quizá Barcelona haya llegado a un punto de saturación turística y haya que poner algún tipo de coto al turismo de masas y borrachera, pero no se sabe con qué sustituir una actividad que representa el 12% del PIB catalán. Está bien combatir los apartamentos diseminados sin orden ni legalidad alguna, pero la moratoria a la apertura de hoteles no puede ser una respuesta. Sobre todo si luego las medidas son tumbadas por los tribunales.

Narcís Serra llegó a la alcaldía para acometer la transformación de una ciudad que dejaba atrás la dictadura y la época de la especulación porciolística. Una transformación que culminó Pasqual Maragall al amparo de los Juegos de 1992. Se construyeron las villas olímpicas, se reconvirtieron amplias zonas de antigua industria en nueva residencia y se abrieron algunas vías, al tiempo que se adecentaban barrios dormitorio para que dejaran de ser sólo eso.

Joan Clos y Jordi Hereu impulsaron la llamada ciudad del conocimiento (22@): la reconversión de una ciudad que había dejado atrás un pasado industrial irrecuperable, en un lugar para las nuevas tecnologías y las empresas transnacionales, al amparo de las ampliaciones del puerto y el aeropuerto. A falta de amplios espacios que transformar, como había ocurrido en la época de Maragall, Clos y Hereu se aplicaron en los rincones de la ciudad, convirtiendo en verdes pequeñas parcelas diseminadas aquí y allá: trabajaron el proyecto de la Sagrera y, Hereu, el de unos Juegos de invierno que ahora algunos resucitan. Paralelamente, se empezaba a asumir que Barcelona incluye el Área Metropolitana para algo más que para colocar ahí las estructuras que incordian.

Luego llegó la nada.

Xavier Trias es una persona afable y de trato cordial, pero se cuenta de él una anécdota que explica bien la parálisis vivida en Barcelona y su entorno durante los cuatro años de su alcaldía. Fue a visitar las nuevas zonas de la ciudad y, en la prolongación de la Meridiana alguien le explicó que allí iría un tranvía ideado por su partido. ¿Un tranvía? ¿Quién ha tenido esa idea tan rara?”, dicen que dijo. Trias es un residente en la zona alta de Barcelona: por encima de la Diagonal. El resto era para él tierra incógnita.

Le sucedió Ada Colau. Y la nada siguió presente.

Colau conocía algo mejor la Barcelona de debajo de la Diagonal. El problema era la falta de proyecto ciudadano. No se puede construir el futuro de una ciudad a golpe de negación. Su equipo quería frenar el turismo, quería limitar los hoteles, quería poner coto a las grandes ferias (incluido el MWC), quería reducir las grandes obras. Pero la cuestión es simple: y en lugar de eso, ¿qué?

Se diría que se ha dejado arrastrar por la vaciedad de la derecha nacionalista, que siempre ha mirado con reticencia a Barcelona y su entorno metropolitano.

Hace unos días Joan Canadell, flamante presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona e independentista irredento, publicó un artículo en el que expresaba su proyecto para la ciudad: disolverla. Mantener el turismo y dispersarlo en el conjunto de Cataluña. Nada de nuevas industrias, nada de empresas de nuevas tecnologías. El problema para los barceloneses es que Colau se ha dejado arrastrar por ese movimiento antiurbano que anida en el corazón del carlismo más rancio. Y se ha dejado arrastrar en lo político y en la concepción (o falta de concepción) de la ciudad.

Barcelona necesita un proyecto de futuro. Aunque sea malo. No puede ir dando tumbos. La peor hipótesis es mejor que la falta de hipótesis, decía un Engels al que ya nadie cita. Si se prefiere decirlo de otro modo: es mejor equivocarse en el destino que carecer del mismo. En el segundo caso, seguro que no se llega a ninguna parte.