La Fundació Tàpies es una institución misteriosa en Barcelona. Antoni Tàpies estaba en Francia cuando se cocía el informalismo, ese arte que supo incorporar el caos matérico al plano del lienzo y triunfó porque conectaba con la inminente revolución social de 1968.

En septiembre de 1948 un Tàpies autodidacta ayudaba a Joan Brossa a fundar la Revista Dau al Set en Barcelona, que ya era un grupo de artistas y escritores surrealistas especialmente influenciados por la obra de Paul Klee y Joan Miró. En 1950 el artista de Barcelona vio la obra de Jean Dubuffet y se convirtió al abstraccionismo lírico.

El edificio de la Fundació resulta atractivo desde fuera porque constituye, en sí, una escultura de Tàpies. Pero hay algo que, tras acabar la visita, falla. Es bellísima la factura arquitectónica de la antigua imprenta Montaner i Simon, de Lluís Domènech i Montaner. Pero en realidad allá dentro Tàpies nos dice poco o nada. Algo ocurrió a mediados de los sesenta que supuso un hiato, una quiebra cultural que transformó la obra de Tàpies en pollo congelado o cadáver para la histora del arte. Tras los 50s, su trabajo posterior ya no significó mucho para nadie, y los precios dejaron de subir en el mercado internacional. Pocos historiadores explican lo que ocurrió, y un silencio helado azota la fachada del bello edificio de la Fundació en la transitada Carrer d’Aragó número 255.

Afortunadamente, estas semanas una exposición temporal en el MNAC explica, de modo sutil, las causas ocultas del aparente fracaso a posteriori de uno de los artistas más internacionales que dio Barcelona a lo largo del siglo XX. El escritor Situacionista Raoul Vaneigem, en su Tratado para saber vivir para uso de las nuevas generaciones (1967), hablaba de la entrada en “una era completamente nueva”. Y en El hombre unidimensional (1964), el sociólogo Herbert Marcuse explicó la emergencia del “gran rechazo” como inicio de una revuelta de orden cultural que debía transformar la sociedad por completo. Así lo explican los comisarios de esta bella exposición, Àlex Mitrani e Imma Prieto en LIBERXINA, Pop y nuevos comportamientos artísticos, 1966-1971.

En esta época aparecía una nueva generación de artistas con referentes y aspiraciones muy diferentes a los de la inmediata postguerra, (la de Dau al Set y el informalismo) pero entre los cuales  había casos que asumieron los nuevos problemas sociales y estéticos, como Norman Narotzky o Amèlia Riera. Francesc Artigau o Robert Llimós utilizaron la figuración con una clara intención política y crítica con la sociedad de consumo y el poder. Otros se aproximaron a las visiones de la psicodelia, como Antoni Porta (Evru) o Antoni Llena, en un camino de renuncia radical, explorando el Arte Pobre. El llamado por Alexandre Cirici “Grup del Maduixer” realizó experimentos fundamentales, como la primera obra de vídeoarte del Estado, Primera muerte (1969).

Pero hay que reconocerlo: Barcelona, en aquella época, no brilló internacionalmente con artistas locales. La sombra del franquismo y la opacidad internacional mantuvo la visibilidad de un Picasso, un Dalí o un Miró, pero nada más. Hoy, en vísperas de las Municipales y en pleno atasco del Procés hay que preguntarse si, aparte de Jaume Plensa, está habiendo algún barcelonés más que destaque en el escenario artístico internacional.