El Diccionario de la lengua española de la RAE, en su revisión de 2017, todavía no reconoce la palabra «ferragosto». Lástima. Es un término italiano para describir el 15 de agosto y, por extensión, los días centrales del mes. En su origen, era la «Feriae Augusti», para honrar al emperador Augusto. Traducido el latinajo con cierta liberalidad, «el reposo de Augusto» queda como «las vacaciones de agosto». Los romanos, en efecto, se tomaban unos días de vacaciones y aprovechaban para organizar carreras de caballos —en Siena todavía corren el Palio el 16 de agosto—, bañarse en los ríos o dedicarse a holgazanear. En su modalidad católica, el ferragosto se hizo coincidir con la festividad de la Virgen María, porque la costumbre de tomarse el día de fiesta estaba ya demasiado arraigada y no iban a quitarla.

Pero fue Mussolini, en los primeros años del fascismo, el que convirtió el ferragosto en un verdadero fenómeno de masas. El fascismo italiano ofrecía paquetes de ferragosto para irse de vacaciones al mar o la montaña a precios irrisorios, durante los días centrales del mes de agosto, con la intención de ganarse a las clases populares. La costumbre arraigó y todavía persiste. Con el ferragosto fascista nace esa imagen de Roma achicharrada por el sol, extrañamente desierta y silenciosa, la Ciudad en ferragosto. Asoma entonces un turista despistado, que cree morir de calor y suplica por un poco de sombra.

Se dan escenas semejantes en Barcelona, que se ha convertido en un destino turístico de masas. El escenario es extremo en los fines de semana de ferragosto, cuando se concentra toda la fauna urbana en los alrededores del circo de Gaudí y el resto de la ciudad se muestra desalmado, vacío de almas.

Si usted es un naturalista aficionado, puede entonces armarse de valor y asomarse a ver. Busque un edificio de Gaudí y observe el percal. Los guiris forman una muchedumbre políglota, universalmente calzada con chanclas y colorada como una gamba cocida. El guiri es una especie migratoria que pasa unos pocos días en la ciudad, consume ingentes cantidades de sangría y crema de protección solar, celebra con gritos nocturnos de apareamiento su condición y tal como ha venido, se va. Deja detrás de sí dinero y molestias. Hace unos años esgrimían cámaras fotográficas, pero hoy se las apañan con el esmarfón y han adquirido la costumbre de hacerse selfis, no se sabe muy bien por qué, porque, con esa jeta colorada, sudorosa y congestionada, no creo yo que vayan a quedar como para verse.

Los que cerca de un edificio de Gaudí no miran para arriba e intentan abrirse paso entre los guiris son o bien barceloneses o bien carteristas. Podrían ser ambas cosas a un tiempo, ojo. Los primeros, los barceloneses, parecen acalorados y fastidiados, porque tienen que comerse el ferragosto en Barcelona y no pueden hacer el guiri en cualquier otra parte. Los segundos, en cambio, tropiezan constantemente con los guiris y en ese acto meten mano a las bolsas ajenas y hacen su agosto.

Luego están los articulistas. Pasean por el ferragosto sin aire acondicionado, sin rumbo fijo, errando de aquí para allá, buscando unos instantes de sosiego y un tema para su columna de Opinión. Se fijan en cosas inverosímiles, buscando una idea, un hilo conductor, algo. A su modo, buscan, como los carteristas, hurtar alguna cosa que poner por escrito. «¿Qué les cuento yo ahora a mis pacientes lectores?», se preguntan los miembros de esta especie, un día sí y el siguiente, también.

Observemos al ejemplar de articulista que esto suscribe, al que descubrirán camino de la parada del metro de la Sagrada Familia, abriéndose paso entre una congestión guírica. «Frito me tienen», murmura de forma audible el ejemplar en cuestión. ¿Quiénes tienen frito al articulista? ¿Los guiris? Diría que no, en este caso particular. ¿Los lectores? ¡No, por Dios! ¡Que uno se debe a los lectores! Ha oído cosas, le han contado cosas, y quizá esté pensando en ésos que ahora están de vacaciones y prometen un otoño calentito, como si con el ferragosto no tuviera uno bastante. ¡Cada año lo mismo!