La característica más peculiar del breve e intenso paso de Salvador Illa por el Ministerio de Sanidad fue su interés en eludir la polémica con las autonomías más peleonas, las que aprovechan la pandemia para desgastar al Gobierno. Usaba esa misma técnica para referirse al comportamiento siempre responsable de los contagiados y de los ciudadanos en general.

Es una buena estrategia porque focaliza el combate en el terreno que interesa a quien es el objetivo de las críticas no en el que pretenden sus adversarios, y también porque es una actitud muy apreciada por los ciudadanos, que en su inmensa mayoría detestan las broncas. Es tarradellismo puro, excelente bálsamo para estos tiempos de excitación fácil.

Sin embargo, los datos de la evolución del Covid-19 recomiendan un cambio. El cansancio hace aún más difícil mantener la disciplina social que requiere la lucha contra el virus, de acuerdo, pero quizá no se estén haciendo bien las cosas. Hay que hablar más claro y estudiar cómo el solo anuncio del fin del estado de alarma pudo alentar los comportamientos incívicos que se vivieron a continuación.

Las cifras hablan por sí solas. Volvemos a estar como en diciembre y en abril, eclosión de contagios en torno las fechas de más relaciones sociales. En Barcelona, la mitad de los infectados desde el inicio de la desescalada tienen entre 15 y 34 años, pero ya han empezado a contagiar a sus mayores. La falsa seguridad genera brechas por las que se cuelan actitudes que terminan en las ucis.

El 30 de abril se publicó el borrador del real decreto que autorizaba la venta en farmacias de las pruebas de test del Covid sin receta médica. Casi todo el mundo echó las campanas al vuelo porque por menos de 10 euros podías saber si te habías contagiado después de asistir a una reunión, verte con alguien que había enfermado o tras haber cenado en un restaurante que no respetaba la ventilación ni la distancia entre las mesas.

Hoy es 30 de junio, han pasado dos meses y el BOE aún no ha publicado el texto. Los 15 días de alegaciones preceptivos se han convertido en una eternidad porque, aunque el ministerio no lo quiera confesar, teme que los resultados negativos de esas pruebas envalentonen tanto a la población los que salen de los laboratorios a un coste de hasta 170 euros. Y porque no ha encontrado la fórmula para que los casos positivos sean trasladados al sistema sanitario de forma inmediata desde las farmacias.

Teme que puedan generar una seguridad falsa, como sucedió en Navidad y como han fomentado, por ejemplo, los cacareados test de saliva de algunas autonomías de cuyos resultados ni ellas mismas quieren acordarse, unas pruebas que han pasado al olvido.

Pese a la transferencia de competencias y al mal uso de esta grave situación con fines políticos, ha llegado la hora de que el ministerio llame a las cosas por su nombre, de que apele a la responsabilidad de cada uno de nosotros sin aplicar paños calientes y de que cuando los empresarios de la restauración o del ocio nocturno se quejen les pregunte qué han hecho ellos para colaborar con el Estado cumpliendo con las normas, cómo han contribuido a poner en evidencia a los colegas que se las han saltado y que han ayudado al nacimiento de nuevos brotes, un papel en el que los gremios deberían haber sido activos.

Sanidad tendría que hablar más claro a todo el mundo, señalar cuando haga falta y dar marcha atrás si es necesario.